Pueblo Nuevo – Los Monos
por: Catalina Loboguerrero - La Silla Vacía.
La paz, por dentro y por fuera
Suena el pito. Son las cinco de la mañana, aún está oscuro y los integrantes de la columna móvil Jacobo Arenas de las Farc se levantan al escuchar el silbido, que se repite con insistencia. Es una orden: ¡Alerta! Comienza otro día de lucha. Así se han despertado durante décadas y así lo siguen haciendo, aunque sea domingo, aunque ya no estén acampando en las montañas del Cauca, aunque la guerra terminó.
Los dos delegados de las Naciones Unidas, que pasaban revista a los fusiles que tenían, se fueron junto con los containers metálicos donde los guerrilleros los depositaron. No regresarán. Ya sin armas, sin observadores internacionales, la zona veredal transitoria de Los Monos, en Caldono, estaba en sus últimos días. Pero la transición para los ex combatientes -ese momento entre lo que cambia y permanece, que no está escrito en el acuerdo ni en ninguna parte, y que puede ser tan colectivo como personal- apenas está comenzando. Y está lleno de incertidumbre.
¿Qué va a pasar con la paz, con las Farc, con el país, con el futuro, con ellos mismos? Aunque la mayoría de los guerrilleros duermen tranquilos bajo un techo firme, sobre camas de tubo, con colchones y cobijas afelpadas, se despiertan con ese no saber, cargado de dudas, anhelos y temores. Al escuchar el silbido de madrugada, se paran y caminan somnolientos entre las callejuelas embarradas de la “ciudadela de paz” donde viven.
La guerrilla doméstica
Parece un cuartel militar, con las casas en hileras y los baños comunales al final. La calle central -rota- tiene cuatro postes de luz y desemboca en una zona central: un salón cubierto, la cocina -que los guerrilleros siguen llamando rancha- un terreno plano donde juegan fútbol y dos salas de formación o reuniones. Todo luce empolvado, desolado. Hay ladrillos arrumados, vigas amontonadas, mangueras atravesadas, carretillas parqueadas. No se sabe si la ciudadela, tan gris, está a medio terminar o medio abandonada. Quizás varios se marchen de la zona. Graffiti en los muros de las casas, aún sin pintar, así lo sugieren: “Se vende esta pieza”.
Xiomara, una guerrillera bajita y fuerte, de origen indígena y siempre sonriente, ha sido de las últimas en ocupar las casas. De día son calientes, de noche, frías. Prefería dormir en su caleta, aunque no tenía luz eléctrica, que en esas “piezas” construidas con tejas sintéticas, piso de cemento y paredes de tablones aglomerados “superboard” que algunos guerrilleros creen que son cancerígenos. Xiomara no está acostumbrada a una puerta metálica con llave ni a mirar hacia afuera a través de una única ventana. Solo ha dormido una noche allí y se sintió muy extraña, como encerrada. “Yo miraba esas paredes y no pude dormir bien. ¿Cómo será el día que me toque irme a la ciudad?”.
Adentro de la mayoría de las piezas no hay más que una cama, una silla plástica rímax y un armario pequeño de metal, tipo locker, donde los guerrilleros guardan lo poco que tienen. Lo poco que llevaban en el morral, además de su fusil. Xiomara llegó a tener una M-16, una R-15 y una AK-47. Era lo que más cuidaba cuando le tocaba trepar por las cordilleras del Cauca o meterse entre los caños de las selvas de Nariño. La alzaba sobre su cabeza, con sus dos brazos, para que no se le mojara.
Cuesta creer que pudiera caminar durante horas cargando un arma de 35 kilos y cinco proveedores, que portaba entre un chaleco elaborado con el caucho reciclado de unas botas pantaneras. “A mi algún día me gustaría hacer una película de toda la vida guerrillera”, dice, como las que ha visto sobre el Viet Cong. Cuando habla de armas, de combates, de Manuel Marulanda y el marquetaliano Sargento Miguel Pascuas, Xiomara se pone nostálgica. Tiene 28 años recién cumplidos, pasó 12 de ellos en la guerrilla. Quisiera haber nacido antes para conocer a muchos de los comandantes legendarios, que sí alcanzaron a conocer otros, como la camarada Marcela.
“Yo nunca me imaginé, nunca pensé llegar a estas condiciones. Jamás, jamás,” dice Marcela González. Está orgullosa de haber sobrevivido a tantos bombardeos, a la disciplina férrea de la guerrilla que los hizo resistir toda la represión, a las marchas nocturnas, a la exigencia en la formación, a una vida que define como “dura”. Ingresó contra la voluntad de su papá, un campesino llanero comunista que pensaba que eso no era para mujeres ni menores de edad y que les “cascaba” a ella y a sus hermanas. Marcela, la más rebelde, recia y terca, se metió a las Farc al cumplir los 18, pensando que en cinco años las condiciones políticas del país iban a cambiar. Tuvo que esperar 31 años.
Ahora usa camisetas fucsia, pero mantiene su gorra verde militar. Es la que manda en la ciudadela, la que ordena, dirige, asigna tareas a sus compañeros. Y le cumplen, aunque no haya tenido una educación formal y aunque no sepa muy bien qué tarea va a desempeñar después. “A mi ya me han preguntado cantidad de veces: ¿qué quiere usted? ¿cómo se ve usted? Y yo le digo: he asimilado tanto la vida guerrillera que no sé cómo me veo y no sé qué, en concreto, quiero”.
Lo que sí sabe es que quiere trabajar con las comunidades locales y que le gusta más la vida campesina. Las veces que estuvo en las ciudades, clandestinamente, se sentía muy aturdida por el ruido, el tráfico y la cantidad de gente. Una vez le tocó dormir en una casa por donde pasaba un vigilante de seguridad haciendo rondas. Cada vez que terminaba una, hacía sonar un pito. Y ella, automáticamente, se paraba a formar, como si estuviera en un campamento.
Ciertas costumbres son difíciles de cambiar y ese domingo, a la madrugada, los guerrilleros formaron filas en dos hileras. Ya no tenían armas, no estaban uniformados, no hacían entrenamiento físico, ni los sancionarían, como antes, si no llegaban a la hora. Muy pocos acudieron al llamado del pito, así que volvieron a llamarlos a las 7. Esta vez llegaron más, incluida una bebé de 11 meses que estaba empezando a caminar. Tenía medias rosadas de lacitos que le ha puesto su mamá, quien la lleva agarrada de las manos para que no se caiga.
También llegaron a la formación muchos perros. Las mascotas de la mayoría eran criollos, pero las de tres comandantes eran de raza. Hay una rotweiller furiosa que impone su jerarquía a punta de mordiscos. Los otros dos son unos pekineses chiquitos y bien peludos. No se mezclan con el resto de la chusma perruna que se pelea por las sobras entre los tarros y costales llenos de basura. Los rasgan y tumban con las patas y el hocico. Por eso la primera orden del día para los camaradas era trastear los desechos del lugar.
Una casa con puertas y ventanas. Un hijo que aprende a caminar. Una mascota comprada o adoptada. Llegar tarde. Sacar las bolsas de basura. La guerrilla se está domesticando.
Pedagogía
Hay tiempo, más tiempo del que nunca tuvieron. Por eso ahora muchos están aprovechando para validar el bachillerato o para las “pedagogías”. Usan mucho esa palabra para referirse a las actividades políticas e ideológicas que, ahora sin fusiles, están empezando a ocupar la mayoría de las horas de quienes, por instrucciones superiores, jugarán roles activos dentro del partido. Marcela, Xiomara y un grupo selecto de 20 guerrilleros estuvieron exentos de formar filas porque asistieron desde las 5 am a una “pedagogía especial” con un internacionalista chileno, exmilitante de la extinta guerrilla del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) que también ha sido asesor del FMLN salvadoreño que hoy está en el poder. Con él, y con otro mando de las Farc que estuvo recorriendo varias zonas veredales, los guerrilleros hicieron un análisis DOFA (debilidades, oportunidades, fortalezas y amenazas) de los acuerdos de paz. Discutieron todos los días, todo el día, hasta las 9 de la noche.
Y lo hicieron hasta cuando se realizó el congreso del partido en agosto pasado. Marcela y Xiomara asistieron como delegadas. Se estudiaron las tesis, pero ninguna de las dos quiere aspirar a cargos de elección popular. Tampoco se atreven a dar nombres de quienes serían los candidatos de las Farc.
Ninguno de los guerrilleros que entrevisté en Los Monos se ve alzando los brazos en V, tomándose fotos y prometiendo a través de un micrófono en un acto de campaña. Esa idea de la política, esas formas de los políticos, no encajan -al menos teóricamente, al menos en estos momentos- con el modelo más “pedagógico” y de trabajo con las bases en los territorios. ¿Cómo será el partido y las campañas de los candidatos de las Farc? Todo está por definir.
Lo que sí está definido es que cualquiera de sus candidatos necesitará guardaespaldas. Las primeras promociones de escoltas guerrilleros ya hicieron el curso en Bogotá. En la segunda se incluyó a un miliciano de cresta, al estilo mohicano, barba fina, torso grueso y manos pequeñas. Para los estándares de la Policía es un poco bajito, pero sus jefes lo han designado para cumplir esa tarea. Es un gesto de confianza, un honor.
Otro de sus compañeros, que tampoco es muy alto ni fornido, preferiría irse a un curso de medicina en Cuba o ser cantante de vallenato en vez de estar cuidándoles la espalda a los próximos concejales, alcaldes, congresistas del partido que, según él, ya no deberían darles órdenes porque no serán más comandantes. “No sé cómo los vamos a llamar ahora: ¿los líderes?”, dice.
La política no es para todo el mundo, responden algunos cuando les preguntan si se ven en eso, aunque por definición, las Farc siempre han dicho que son una organización político-militar. El miliciano mohicano dice que él no tiene ciertas habilidades, aptitudes, discurso, pero hay integrantes de la Jacobo Arenas, como Marcela González, el Paisa Antonio o Níder Martínez, que sí las tienen.
A Níder le gusta, al menos teóricamente. Quisiera estudiar ciencias políticas en Cuba o la Argentina, pero las Farc le han visto otras habilidades. Lo tienen ocupado en la Comisión de Reincorporación Económica y es quien se encarga del abastecimiento de alimentos y provisiones en la zona de Los Monos. Ese domingo, cuando llegan de visita tres de los miembros del Estado Mayor de las Farc, entre ellos Pablo Catatumbo, es Níder quien les lleva unas latas de cervezas al salón donde están todos reunidos.
“Lo que diga la organización”, es lo que hará Nider y lo que contestan la mayoría, casi automáticamente, acostumbrados a seguir órdenes y a las jerarquías propias de una estructura más militar que política. Pero esa tensión, entre lo que cada uno anhela y lo que las Farc quiere para ellos, será cada vez más palpable entre los futuros miembros del partido.
Ecomún
Estar juntos, en comunidad, unidos permanentemente. Eso es lo que todos resaltaron cuando hablaban de las ventajas y bondades de la vida guerrillera. Se supone que en la Jacobo Arenas había 438 integrantes, pero no se veían, ni construyendo las instalaciones que faltan en esta zona o en la otra de Santa Rosa, ni en las pedagogías, ni jugando fútbol en la tarde, ni a la hora de comer el menú de siempre: arroz con huevo. ¿Dónde están?
“Aquí más de la mitad no están,” dijo Mireya Andrade, delegada de las Farc ante el mecanismo de monitoreo y verificación de la región sur occidente, que ha ido de visita a Los Monos. “Eso fue entregar (el arma) y me voy pa mi casa, porque ¿qué hago aquí? Eso ha pasado en casi todas las zonas”, dice. Explica que muchos de los integrantes de la Jacobo eran milicianos. Unos no se quisieron acoger al proceso de paz, pero otros que sí se habían concentrado en la zona se han ido de “permiso” a sus fincas, a los trabajos que tenían como jornaleros, como campesinos, como lo que fueran. Una cosecha de café o de fique no espera. Unos hijos y esposa con hambre, menos.
Los milicianos se sumaron a la empresa legal que las Farc acaban de constituir y cuyo nombre refleja ese ideal que promueven: Ecomún. “La idea es que cada guerrillero invierta su capital allí,” decía Níder, con su tono de negociante paisa. No solo serán “empleados” de la empresa, sino que también serán “socios” al invertir los ocho millones de pesos que le corresponden a cada excombatiente, como está estipulado en los acuerdos.
Cultivarán mora o café en esa zona, donde los indígenas y campesinos ya lo hacen. La idea es que ellos también se unan a Ecomún y se conviertan en una gran cooperativa agrícola que comprende 14 municipios del norte del Cauca, que pueda ofrecer otros servicios a sus miembros, como atención en salud, entre otros. Dice Níder que será un “modelo alternativo de industrialización del campo”, que también incluya agroturismo. ¿Por qué no? Pero cuesta imaginarse cómo es que las Farc planean transformar las “piezas” que no son “dignas” para ellos, en un atractivo complejo hotelero, hasta con piscinas.
Aunque Ecomún funcione, la vida compartida, en comunidad, quizás sea lo más difícil de mantener en el tiempo. Fue lo que primero se empezó a desintegrar, dicen los guerrilleros, por tanto incumplimiento en los acuerdos, y es lo que continúa amenazada, por todo tipo de factores: económicos, políticos, familiares, individuales.
Prefieren no hablar de las deserciones y las disidencias de guerrilleros que se han unido a otros grupos armados, los que han recibido ofertas para irse a trabajar como mercenarios de narcotraficantes o incluso los que han abandonado el proceso de paz y se entregaron en el programa de Justicia y Paz de la Agencia Colombiana para la Reintegración, que maneja un esquema de desmovilización individual, no colectiva. Las Farc fue como la familia de muchos guerrilleros e irse así es traicionar a la organización. Esos casos no se han visto tanto en la Jacobo Arenas, pero sí sufrieron una traición, bien grande, de un comandante que le decían el Pija. Según un guerrillero, el Pija se fue hace más de un año y se llevó con él unos $1.800 millones de la columna. El chisme es que los invirtió en unas fincas en los Llanos, donde ahora tiene varias cabezas de ganado.
Reencuentros y desencuentros
Tatiana usaba unos aretes con el rostro del Che Guevara y se tapa la nariz y la boca con una camiseta para protegerse del polvo que levanta cuando barre el piso en las zonas comunes y la cocina de la ciudadela. Su hija, Sara, de diez años, fue a visitarla por esos días. Se entretiene sola juntando piedritas y empujando una carretilla. Está tan sucia de jugar que no se salvará de una ducha fría al final de la tarde con su mamá.
Tatiana era de la guardia especial de Alfonso Cano y estaba embarazada de Sara cuando el Ejército la capturó. Fue en una emboscada, en la que también mataron a su pareja. Cuenta que los soldados la golpearon con la culata de un fusil en la panza y amenazaron con matarla y echar su cuerpo al río. Les dijo que su papá era una autoridad indígena y por eso, cree, se salvó.
Pero no se salvó de pasar más de cuatro años en la cárcel, la del Buen Pastor, donde Sara nació y vivió hasta los tres años. En el patio donde estaba recluida había otras 40 mujeres con bebés. Dice Tatiana que a las que eran guerrilleras las amenazaban con quitárselos y entregárselos a Bienestar Familiar. Por eso desde que empezó a enseñarle palabras a la niña, le enseñó también que tenía abuelos y tíos, y que tendría que irse a vivir con ellos porque en la cárcel no podía quedarse.
Al salir de prisión, Tatiana volvió a las Farc. Desde que se firmó la paz ha visto a su hija varias veces, incluso pudo celebrarle su último cumpleaños en la zona veredal de Los Monos. Los guerrilleros le hicieron una torta, le cantaron y Sara sopló las velitas. Desea estar con su mamá, pero Tatiana dice que es mejor que se quede en su escuela y con su tía, para no “desestabilizar” a la familia. “Mi hermana tiene más derechos porque la crió”, dice.
Los reencuentros familiares de los últimos meses han sido felices pero también muy dolorosos para los integrantes de las FARC y sus familias. Los guerrilleros se mantuvieron ausentes para proteger a sus seres queridos, pero el vacío que les dejaron, las angustias que les provocaron durante años sin saber nada de ellos, se sintieron muchas veces como un abandono. A algunos les cuesta perdonarlos.
Marcela volvió a ver a dos de sus hermanas, las mayores, después de 31 años. Se pasaron horas recordando las historias de cuando eran niñas. “El apego, como de sangre, no está. Es que son muchos años”, dice. A su hija, de 29 años, la criaron unos padrinos que se murieron cuando la niña tenía 12 y desde entonces le tocó salir adelante sola. Marcela solo logró encontrarla cuando ya tenía 20, y el reencuentro fue difícil. No sabe cuándo volverá a verla.
Otros no pueden volver a sus familias y a sus lugares de origen, aunque quisieran. Es el caso de un guerrillero indígena que fue desterrado de Toribío, cuando el cabildo se dio cuenta que era miliciano de las Farc. Ahí empezó lo que llama “la persecución” contra él y su familia. “Ellos hablan de que yo estaba “desarmonizando” el territorio pero ellos también desarmonizaron mi familia”, dice. Cuando había confrontaciones con la Fuerza Pública, él salía a combatir armado. Por eso, él y otro comunero fueron juzgados en una asamblea pública, en la que participaron unos 30 mil indígenas representantes de los 19 cabildos de la zona norte. Los líderes preguntaron si el castigo debía ser con fuete, calabozo, trabajo o cárcel. La mayoría levantaron las manos para condenarlo a 40 años de cárcel.
Como los indígenas no podían encerrarlo por tanto tiempo en una prisión propia, lo sacaron ese mismo día en un carro blindado que lo trasladó a la cárcel de San Isidro en Popayán, donde estuvo 3 años recluido. Supuestamente, debía estar en un patio especial para indígenas. “Ahí estaban todos: los indígenas, los afros, los lgtbi, la tercera edad, ex funcionarios, policías, paramilitares, guerrilleros”. En la cárcel se enfermó de peritonitis. Si no fuera por las Farc, que lo sacaron y lo mandaron a operar con un especialista, no estaría vivo. Hoy, son lo único que tiene.
La esperanza
Ese domingo llegaron a la zona veredal de Los Monos dos mujeres indígenas, Omaira y Ana Tulia. Venían desde la comunidad de Cerro Alto en el resguardo de Caldono, a unas 3 horas de camino. Las dos sabían que sus hijos, Juan Orlando y José, se fueron con las Farc pero no han podido reencontrarlos. Ignoran sus nombres de guerra y el frente o la columna a la cual ingresaron. Ana Tulia lleva una foto impresa, a ver si alguien lo reconoce. Solo saben que los vieron por última vez el 1 de marzo del 2015.
“No sabemos por qué se fueron”, dijo Omaira, quien es autoridad indígena y para ese momento era coordinadora zonal de mujeres en el resguardo. “Yo cogiendo el bastón y él cogiendo el arma,” se lamentaba. Es su único hijo varón y era miembro de la guardia. Ha hablado con el resto de autoridades y les ha pedido que lo perdonen. Le han dicho que sí, que están dispuestos a recibirlo nuevamente.
Quizás Xiomara pueda ayudarles. Ella es la que maneja la base de datos de los miembros de la Jacobo Arenas, en un computador. Pero ese día Xiomara está en la pedagogía y cuando las dos mujeres van a buscarla para que las saque de dudas, para que Ana Tulia puede empezar a dormir mejor, no la encuentran.
Xiomara estuvo reunida, horas antes, con Mireya, que está terminando su trabajo en el mecanismo de monitoreo y verificación. Las Farc decidieron enviarla a Bogotá a trabajar en la oficina de la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas. Nadie mejor que ella sabe lo que es eso. Lo vivió a los 19 años, cuando empezó a hacer política como concejal suplente de la Unión Patriótica en Miranda, Cauca. Su padre fue asesinado por paramilitares. Su novio de entonces y una de sus hermanas hacen parte de esa lista de desaparecidos que tienen las Farc y que ahora esperan encontrar, aunque estén muertos.
Lo que más temen los guerrilleros es que la historia se repita. Que esos listados de asesinados, de desaparecidos, de perseguidos, en los que ya hay miles de víctimas, se sigan ampliando. Ya hay amenazas y panfletos contra guerrilleros específicos, quizás no en esa zona, pero sí en la de Monteredondo, en Miranda. Tienen miedo de la ultraderecha, del uribismo, del Centro Democrático, del paramilitarismo. Hablan de “enemigos”. Están alertas, pensando en “tácticas” para evadirlos. Pero no serán con armas.
La seguridad ha sido la obsesión de las FARC durante décadas. Ahora están desarmados y se sienten vulnerables. Ya lo asumieron, ya lo aceptaron. Lo único que un grupo de guerrilleros empuñaba ese domingo son las palas, las vigas y carretillas, que utilizan para armar la placa sobre la que construyen el puesto de salud para la comunidad indígena que vive junto a ellos la transición. Detrás de sus herramientas, sus bultos de arena y la máquina mezcladora de cemento, se lee una pancarta esperanzadora: “Nuestra única arma será la palabra”.