La Variante

por: Lorenzo Morales R. - Cerosetenta

Piangueras, un oficio en declive

 

Eufrosina Campaes, encorvada en el manglar, hunde su brazo en el suelo de lodo, palpa por un instante las profundidades y lo retira, produciendo un chasquido húmedo. A simple vista, en su mano cubierta por un guante de caucho solo hay barro, oscuro y espeso, pero la yema entrenada de sus dedos le dice algo más: tiene una piangua, un molusco parecido al mejillón que durante décadas le ha dado un sustento a miles de familias pobres del Pacífico, pero cuyo futuro es tan incierto como el de Eufrosina.

“A mis cinco hijos los crie pianguando. Toda mi vida he trabajado de pianguera”, aclara Eufrosina, mientras con tino y sin mirar, lanza pianguas al balde casi vacío que lleva. “Del manglar apenas salía para parir”, dice la mujer.

El trabajo de Eufrosina es cada vez más difícil. La producción de la piangua está en declive, el hábitat en el que crece está amenazado y las asociaciones que durante algún tiempo trabajaron para protegerlo y ayudar a los piangueros se han ido disolviendo. Eufrosina podría hacer parte de una legión de mujeres con un oficio en extinción.

En el manglar de La Ballena, a una hora en lancha de Tumaco, en la costa de Nariño, Eufrosina y otras cinco mujeres de la asociación Asomorrito, un barrio pobre de palafitos de la ciudad, avanzan entre el lodo, esquivando la telaraña de raíces de árboles que parecen en zancos. El mar está a la baja y tienen apenas unas seis horas para levantar su sustento, antes de que la marea vuelva a subir y cubra el manglar. Van rápido, hundiendo el brazo en el lodo como un arpón guiado por la intuición.

Las pequeñas asociaciones de piangueros son una alternativa de trabajo en una ciudad que, pese a ser el segundo puerto más importante de Colombia en el Pacífico, es parte de una economía de la que no participan sus habitantes. La tasa de desempleo del municipio es del 72%. Esto se traduce en índices de pobreza aterradores: el 84% en situación de pobreza y el 16,5% de la población se encuentra en situación de pobreza extrema, según ACNUR. Por otra parte, la mitad de la población tiene necesidades básicas insatisfechas. “Si los manglares se acabaran… que diría yo… la familia se tiraría a lo fácil, a la delincuencia”, dice Eufrosina.

Al mismo tiempo, Tumaco es el municipio de Colombia con mayor área de cultivos de coca y, de paso, un importante hub de narcotráfico. De enero a diciembre de 2017 solo la Fuerza Naval del Pacífico reportó la incautación de 95 toneladas de cocaína. Sumado a otras incautaciones hechas por las autoridades, el total asciende a 140, una cifra lamentablemente record. En Tumaco confluye no solo la producción sino la comercialización que se disputan más de una docena de bandas y pequeños carteles. La tasa de homicidios en 2016 fue de 74 por cada cien mil habitantes, casi nueve puntos más que en 2015; a su vez, triplica la tasa nacional que en ese año estuvo rondando 22 por cada cien mil.

Un negocio en picada

La piangua (Anadara tuberculosa) se conoce en otros países como concha negra o pata de mula. El 80% que se recoge en Colombia se exporta a Ecuador, donde se consume en abundancia. El consumo masivo en el vecino país tiene su producción casi extinta en el pacífico colombiano. En el Pacífico colombiano se estima que hay unas 280 mil hectáreas de manglar, según el IDEAM; sin embargo, estudios en la década del noventa, estimaban que entonces el área era entre 310 y 350 mil hectáreas.

Las piangueras de Asofuturo dicen que en la década del 2000 sacaban hasta 30 mil pianguas a la semana. Ahora, aseguran ellos mismos, no recogen ni 3.000. Las razones parecen ser varias: según los piangueros, es por el exceso de basura que flota en las playas, puesto que en ese municipio gran cantidad de la basura termina en el mar. También la población señala a la guerrilla por los ataques al oleoducto Trasandino, que han hecho derramar miles de barriles de crudo a los ríos de la zona. De otro lado, estudios ambientales señalan la sobreexplotación de la piangua.

En efecto, el 60% de las pianguas capturadas en Colombia están por debajo de la talla, según un  estudio de 2013 de la Autoridad Nacional de Agricultura y Pesca  (AUNAP). Esto quiere decir que las pianguas son capturadas antes de que puedan reproducirse, lo que compromete la sostenibilidad de la especie. La piangua, junto al camarón tití y el blanco aparecen entre las especies con “prioridad alta” para controlar su sobreexplotación, según alertas de la UNAP.

“La piangua dejó de ser un recurso destinado a la subsistencia para convertirse en una actividad comercial, y ese cambio la está acabando”, explicó Silvana Espinosa, del Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar). “Esto no puede ocurrir en Colombia, porque se pone en riesgo la economía de las comunidades afrodescendientes y que viven en condiciones de marginalidad”, agrega la vocera

A la sobreexplotación se suma otro factor. “El daño de los narcotraficantes al manglar ha sido terrible”, dice Fernando Preciado, de la Defensoría del Pueblo en Tumaco. “Los piangueros se han visto confinados pues en esas zonas del litoral los manglares son talados para facilitar las salidas de lanchas y submarinos o se usan para esconder las cargas y hacer los ajusticiamientos”, señala el funcionario público.

El deterioro de los manglares, un bosque que crece donde se juntan las aguas dulces de los ríos con las saladas y salobres del mar, tiene efectos sobre toda la ecología marina. “Los manglares son las sala-cuna de muchas especies marítimas”, dice Ever Ledezma, pescador, pianguero y presidente de Asofuturo, una asociación que agrupa a otras pequeñas asociaciones de barrio y que según sus cuentas, reúne a 164 mujeres y 70 hombres. “Como piangueros queremos defender el manglar – es la única empresa que tenemos para vivir”, manifiesta el líder pianguero.

Una mañana, Ledezma prestó su lancha para conocer cómo se explota la piangua en el manglar de La Ballena. En el bote, con la brisa del mar golpeándoles la cara, las mujeres cantaban composiciones propias, marcaban el ritmo con sus palmas y bebían ron. Llevaban a mano todo lo que se necesita para una faena de piangua: un balde, botas pantaneras y un guante de caucho. Algunas usaban también una media vieja en su antebrazo para evitar rayones o cortadas con las raíces filudas del mangle.

Al desembarcar, las mujeres alistaron. Lo primero fue encender el brasero, una estropeada ollita de aluminio con hojas secas y ramas muertas que recogieron en la playa. El humo ayuda a espantar los mosquitos, una plaga que abunda en estos bosques fangosos y que puede llegar a ser un verdadero martirio. “Ay Dios, aquí los sancudos me cargan volando”, dijo Eufrosina.

El humo empieza a regarse por el manglar y las mujeres avanzan esquivando las raíces, con el lodo hasta las pantorrillas. El avance va marcado por un doble compás: el chasquido de los brazos y las piernas que entran y salen del lodo, más el golpe seco de las conchas que van llenando los baldes plásticos.

Para pianguar no se necesita ninguna formación, pero no por ello es un trabajo fácil. El manglar es un laberinto de raíces elevadas que las piangueras sortean agachadas en contorsiones casi imposibles o caminando como malabarista sobre ellas. La jornada de trabajo la pasan casi siempre encorvadas, forzando sus espaldas. Además de energía para aguantar el esfuerzo, es crucial la experiencia: reconocer los barros blandos donde es más fácil hundir el brazo y una cierta inteligencia de los dedos para saber palpar la concha redonda, dura y estriada.

Esfuerzos que se esfumaron

Con el sol del mediodía las piangueras, embarradas y sudorosas, regresan a la playa con sus baldes semillenos o semivacíos, según el optimismo con el que se los mirara. La piangua se comercia por el ciento, como llaman los piangueros al lote de 100 de estas. Cada pianguero recibe entre 14 y 16 mil pesos, unos US$5 dólares. O sea, para el pianguero cada piangua le representa $150 pesos, algo así como US$0,05 dólares.

Las asociaciones funcionan como cooperativas: compran a los asociados a un promedio de $15 mil pesos el ciento y lo venden a los intermediarios en promedio a $20 mil.  Esa diferencia la guardan y cada 6 meses reparten las ganancias entre los asociados. No dan dinero sino especie: útiles para los 120 niños de los asociados, víveres, láminas de cinc para techar sus ranchos.

La imposibilidad de que las mismas comunidades participen en otros eslabones del negocio que no sea solo su captura, ha debilitado a las asociaciones que han nacido. “Quisiéramos tener para comprar una caldero, unas neveras y una mesa de acero para procesar el molusco”, dijo Ledezma. Cuenta que ya tienen una máquina empacadora que se ganaron en una rifa, pero que, sin los demás elementos no la pueden usar.

Además del humo del brasero, otro flota entre el manglar. Viene de una fogata que una de las piangueras encendió en un claro para preparar el almuerzo: un tapao de pescado con plátano. “Día que uno no coma pescado eso es gripa fija y para el hospital”, dijo Ever.

Las asociaciones, a la vez que explotan, han hecho un esfuerzo para proteger la piangua. Hace 10 años, por ejemplo, con apoyo de organizaciones ambientalistas, crearon el pianguimetro, una regla de plástico con muescas que, en teoría, les permite descartar las conchas que están por debajo de los seis centímetros.

También, dijo Ever, en 15 años han sembrado 1.500 hectáreas de manglar, equivalente a unas 15 millones de plantas de mangle rojo. “El mangle rojo – porque hay negro y blanco- es el que le da vida al manglar”, explicó Ever.

“Las mujeres empezaron a hacer el control y vigilancia en la explotación algo que la autoridad no podía hacer”, recordó Carmen Candelo, directora del programa de Gobernanza y Medios de Vida Sostenible de World Wildlife Foundation (WWF), organización que apoya los procesos asociativos de los piangueros desde los años noventa. “No hay institución que pueda controlar un territorio tan complejo”, dice la Candelo.

En 2007 Asconar, una de esas asociaciones, recibió varios reconocimientos y premios internacionales. Sin embargo, nada de eso parece haber logrado contener el deterioro de la casa de la piangua.

Un trabajo que se mira de reojo

Candelo explicó que las piangueras son consideradas los más bajo de la escala social: mujeres negras que  andan mojadas y sucias, trabajando por muy poco entre el barro. ‘Patirusias’ les dicen en la calle despectivamente.

“Que me digan pianguera, no me avergüenza”, dijo Eufrosina que se dedica a su labor desde los 12 años, el cual realiza siendo madre soltera. “Lo reconfortante es tener qué darle de comer a la familia”.

Los piangueros corren muchos riesgos en su trabajo. Por un lado están las picaduras de otros animales que viven en el manglar como la culebra pudridora, el pez sapo o el camarón venenoso. Muchos también sufren roturas de costillas y fracturas por caídas desde las ramas de los maglares o gastritis por andar agachadas durante horas. Otro riesgo frecuente es el del olvido; hay quienes, absortos en su trabajo mirando el piso, avanzan y se pierden. Cuando sube la marea, en la puja, quedan atrapados y mueren ahogados.

“Mucha gente ha muerto en lo manglares: por cansancio, por enfermedad”, dijo Eufrosina. Por eso “nunca quise involucrar a mis hijos porque es muy duro. Me daría dolor que anduvieran pasando esfuerzos”. Dijo que a sus hijos los envía al colegio para que encuentren otra vida. Las esperanzas no son muchas: en Tumaco sólo el 26%  de los jóvenes termina la secundaria. “Yo nunca tuve infancia, mi infancia fue el trabajo en estos manglares. Ellos son mi familia”, dijo.

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