Filipinas

por: Miguel Botero. Cerosetenta

El aislamiento de las Filipinas

Arauca es tierra de recursos en fuga, bonanzas cocaleras y pobreza campesina. En las fincas de Carlos Gamboa y Juan Pablo Aguirre se resume todo: los restos de una industria de la coca, las promesas de un programa de sustitución y la incertidumbre de un acuerdo de paz que apenas se comienza a implementar.

Gerardo maniobra la moto entre el fango de la trocha que conduce a la finca de Carlos Gamboa. En frases cortas, y a un volumen que a duras penas supera el del motor, explica que la historia de Arauca ha sido una sucesión de fiebres. Primero, llegó una avanzada de cazadores en busca de las plumas de la garza blanca. Los ingleses pagaban fortunas por ellas para adornar vestidos y sombreros. Cuando faltaron las garzas, llegaron los cazadores desollaron cuanto tigrillo vieron. Luego les llegó el turno a los gigantes; los leñadores tumbaron cientos de miles de ceibas para mandar madera a Venezuela. Gerardo timonea con brazos musculosos y mete los cambios a pie limpio. Dice que se acalora cuando se pone zapatos. Advierte que la casa de Gamboa está cerca. Allá hay una pequeña parte de lo que queda de la mafia más reciente, tal vez la más voraz.

De mafioso Carlos Gamboa no tiene nada. Como muchos de los habitantes de la región, vino de Santander. En San Vicente de Chucurí tenía cinco hectáreas de cacao y café. Al cacao le cayó un hongo maligno conocido como la monilla, al café otro llamado la roya y al pueblo el acoso de los paramilitares. Gamboa se fue para Filipinas, vereda del municipio de Arauquita en el centro del departamento. Compró un terreno de 33 hectáreas con sus ahorros. Ahí levantó su casa con tablas de floramarillo, charo y caimetón y la techó con hojas secas de palma criolla.

Cuenta su historia en el primer piso, un poco chorreado en una Rimax roja, pies estirados y una sonrisa en la cara morena que al ser constante parece más facción que expresión. Su voz se mezcla con el cacareo de las gallinas, el bullicio de las cigarras, y a la vez compite con la de Phil Collins: en un kiosco junto a la casa, las hijas de Gamboa ven el Tarzán animado de Disney. La antena todopoderosa de Direct Tv parece una burla a la señal de los celulares que ni se asoma por la vereda.

Hasta hace poco tampoco se asomaba por allá el Gobierno. Solo lo hizo hace unos pocos meses cuando 450 guerrilleros de las Farc del Bloque Oriental se concentraron en la zona veredal de Filipinas. Hubo expectativas por presencia estatal. Desde mediados de los ochenta, la región era dominada por las Farc y el ELN. Con el cambio de siglo llegó el Bloque Vencedores de las autodefensas a disputarles el territorio, pero no logró más que el control parcial de territorios pequeños al sur de esta zona.

El lugar ha sido un rincón perfecto para los grupos guerrilleros: planicies sembradas en coca, un piedemonte para ocultarse, una frontera para cuidar la retaguardia y, por encima de todo, Caño Limón, uno de los campos petroleros más importantes del país. El ELN ha sido el explotador histórico de la industria del oro negro en Arauca por medio de secuestros, voladuras del oleoducto y extorsiones. Mientras tanto, las Farc fueron las encargadas de regular la industria cocalera. Entre el cruce de balas de elenos y farianos, bajo las aspersiones de glifosato y en medio de una vereda comunicada por carreteras sin nombre ni marca en los mapas, Gamboa sembró coca junto con la mayoría de campesinos de Filipinas.

La época de la coca fue en la que más se recrudeció la guerra: siembra de minas y el acoso de dos guerrillas y el Ejército. Arauquita, figura en el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) de Tomas y ataques guerrilleros (1965-2013) como uno de los diez municipios con más incursiones guerrilleras. Las Farc fueron responsables de ocho (dos tomas y seis ataques), el ELN de dos ataques y un grupo guerrillero no identificado de dos ataques.

Sin embargo, esa época fue próspera para Gamboa. Hoy, aún, conserva entre sus cultivos algunas hectáreas de coca. “¿Quieren ir a mirar? y si quieren raspar yo les doy una carpa y vamos y raspamos”, decía bajo un sobrero Negro, entre una camiseta azul mareada por el sol. Tras un recorrido de cinco minutos por la finca, Gamboa se baja de su moto al pie de un cerco y se adentra en el sembradío de arbustos. Miden poco más que él, unos 190 centímetros. Mientras habla, coge las ramas de uno como desempolvándolas, las acaricia con sus dedos grandes y callosos. Arranca un par de hojas, se las mete a la boca y las masca mientras habla. Alcanzó a tener ocho hectáreas sembradas, unas cinco Plazas de Bolívar de Bogotá cubiertas de mata de coca.

Ni el agrónomo más avezado podría soñar con la rentabilidad que tenía el cultivo de Gamboa. Para dar una idea explica que la mata se cosecha cada dos meses y medio. De media hectárea de coca se sacan 40 arrobas de hoja y de ellas un kilo de pasta que se transporta en los bolsillos y se vende a dos millones y medio. La demanda hace que el tráfico de plumas, pieles y la madera parezcan un menudeo. La fiebre de la cocaína arde sin interrupción. En el proceso de recolección, además, se genera empleo. Esa media hectárea emplearía tres raspachines por una semana a 50 mil el jornal.

No sorprende que Gamboa le tenga cariño a la hoja. “Yo quiero mucho la matica, me lo ha dado todo. Arrancarla es darle mal pago, pero es la ley”. Ley del ELN y las Farc, primero. En el 2010, hicieron un pacto de no agresión, se dividieron el territorio y acordaron detener la expansión de los cultivos. Los operativos del Ejército y aspersiones aéreas se sumaron para marcar la decadencia de la economía cocalera en Filipinas. Y, ahora, los acuerdos de sustitución de conflictos pactados en La Habana. Según el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), Arauca es el cuarto departamento con menos presencia de cultivos, con tan solo 9 hectáreas de las 146.000 que hay en el país, es decir, el 0,01%.

Con los cultivos de uso ilícito pudo pagar el préstamo con el que compró 18 terneras y consiguió a Pepo, un toro de raza gir de 800 kilos que muestra a los visitantes con orgullo. La hoja le dio para comprar semillas, fumigante, abono para sus matas y comida para su familia. Vendiendo pasta se hizo a las herramientas herrumbrosas que tiene colgadas en la pared de su casa y la moto con la que recorre sus tierras. Ahora tiene lo que la mayoría de campesinos de Filipinas: maíz, yuca, plátano, cacao y ganado para ordeñar y sacrificar. Sus cultivos son lícitos, pero las cuentas, desalentadoras. Para sembrar una carga de plátano, los cerca de 130 kilos que puede llevar una mula en el lomo, hay que invertir como 60 mil pesos. El que la saca de la finca en una camioneta de doble tracción cobra 20 mil. El que la compra en el mercado la paga, con suerte, a 40 mil pesos.

“Tengo cultivos de plátano que se pierden totalmente. Entre los pájaros y yo nos los comemos”, dice Gamboa. La única cosa que le pide al Gobierno: vías para sacar lo que cultiva”. Le está apostando al cacao, el mismo que se le enfermó en su tierra natal. Justo debajo de los árboles tiene los arbustos de coca como advertencia. “Hasta que el Gobierno no empiece de buena manera a arreglarnos las vías y a invertirle a este terreno, no podemos nosotros dejar este cultivo”. Fuera del cacao, la prueba reina de su voluntad de apostarle a los cultivos ilícitos es el maíz. “Tengo 30 hectáreas. Es un maíz mejorado. Dicen que la producción da entre 90 y 100 cargas”.

Tiene la certeza de que las producirá, pero no sabe cómo las va a sacar de la finca. Mientras camina y habla desenfunda el machete que tiene al cinto, se agacha y va cortando el rastrojo que le quita luz y espacio a las hojas de maíz. Los penachos verdes ya se asoman por la tierra surcada. Se incorpora y camina hacia el laboratorio, un esqueleto de maderos que puede techar con una lona y cuatro barriles abandonados. Esos toneles oxidados no son maquinaria, propiamente, pero sí instrumentos de la única forma de industria que ha conocido Gamboa, el único proceso con el que ha podido transformar el fruto de su tierra, agregarle valor. De coca a cocaína, de pesos a millones. Dice que lleva seis meses sin sembrar la mata y más sin cocinar el brebaje de ACPM, soda cáustica y cal con el que se le arranca el alcaloide a la hoja. Junto al laboratorio hay un morro de tierra. Toma un puñado y dice que en la mezcla hay hojas de coca picadas y que sirven de fertilizante para sus cultivos.

No la quiere volver a sembrar. “Ojalá no nos quedemos como con la novia vestida… que salga con las patas torcidas”, dice Gamboa sobre los programas de sustitución y suelta una carcajada. El programa está armado y las promesas hechas pero los incentivos no serán suficientes si Filipinas se queda al margen del mercado nacional y la presencia gubernamental. Los nuevos cultivos tendrán que alimentar a los campesinos y servirles como fuentes de ingreso. Hasta ahora no hacen ni lo uno ni lo otro porque no hay variedad de alimentos ni carreteras. Pero, sobre todo, hace falta que el campesinado sea comunidad, monte cooperativas, garantice su propia seguridad alimentaria.

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Juan Pablo Aguirre, campesino y presidente de la Junta de Acción Comunal de las Filipinas, no le dan las cuentas. Hace un año vendía un kilo de plátano a $1.600. Hoy, el precio ronda los 260 pesos. Si hay margen de ganancias, es para el camionero que saca las cargas de aquella remota vereda y las lleva a Bogotá. El plátano no da plata porque su precio no hace sino dar bandazos, “es muy sensible a la oferta y la demanda. Tiene un comportamiento cíclico con unas diferencias extremadamente grandes entre los precios bajos y los altos”, explica Napoleón Viveros, director Fundallanura, Fundación para el Fesarrollo Industrial de la Altillanura. Las cuentas del plátano le dan al que tiene las vías al pie de la finca o el transporte asegurado para su cosecha.

Lo que sí da el plátano es sombra, justo lo que necesita Aguirre para proteger del sol de mediodía al cultivo al que le está apostando. Detrás de su casa tiene cinco hectáreas sembradas con cacao. Los árboles no superan los tres metros, aún les queda por crecer otros dos. Ya están dando frutos, unas mazorcas marrones que estarán listas para cosechar cuando estén amarillas y superen el tamaño de un aguacate. En su interior guardan los granos blancos y carnosos. Con ellos se produce manteca y con ella el chocolate. Aguirre recorre el cultivo, se agacha para pasar bajo las copas de sus árboles. Sus pasos sobre la hojarasca levantan el vuelo de un enjambre de sancudos. Manotea para espantarlos, se rasca los brazos y no despega los ojos de sus árboles.

Cuando estén listos, tendrá sus cargas de pepas, una cosecha fácil de transportar y de almacenar porque se vende seca. Muchos campesinos de la vereda confían en que el cacao será una mejor opción que los cultivos de plátano y yuca que han inundado la tierra. El cacao podrá tener ventajas sobre los demás cultivos pero para que la prosperidad llegue a la vereda tiene que cambiar mucho más que las semillas de turno. La suerte de Filipinas está amarrada al caserío vecino, el que se construyó a comienzos de 2017 para que los guerrilleros de las Farc se desarmaran.

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Los administradores de la Zona Veredal Martín Villa aseguraron que 425 excombatientes de las Farc se concentraron ahí. Más que un poblado, el lugar parece un lote en construcción en día de descanso. Se veían casas de un piso sobre un terreno marcado con huellas de maquinaria pesada. A un lado hay ocho filas de habitaciones separadas por callejuelas y en una de ellas un grupo de hombres trabajando en la instalación de un baño. Al frente hay un comedor y entre sus mesas unos cuantos hombres pegados a sus celulares. Al lado, bajo el techo de un quiosco hay un grupo de hombres y mujeres en pleno taller de estudios de género. Movimiento hay en la zona veredeal pero toda esa actividad debió ser quietud comparada con la rutina de marchas eternas, levantamiento de campamentos y combates esporádicos que hasta hace poco tenían todos estos guerrilleros en el piedemonte araucano.

Buena parte de esos excombatientes del Bloque Oriental Se quedaron en la zona veredal a pesar de que los terrenos en los que se construyó son arrendados. Según una persona cercana a la dirección de la zona veredal, las Farc están comprando terrenos al rededor para establecerse cuando les toque devolver los predios en los que viven. Efrén Arboleda, comandante que estuvo encargado de la zona veredal, no dice tanto pero asegura que toda la guerrillerada que tiene a su mando le va a apostar al proyecto político de las Farc. Arboleda responde las preguntas en una esquina del comedor, habla pausado, frunce el seño como si tuviera el sol encima. Habla, como muchos otros excombatientes, de una lucha que continúa sin armas, de una reincorporación colectiva, de una alternativa política para la región. Su voz se confundía con el rumor de la muchedumbre que llegó a almorzar, ese ejército en transición a la vida civil al que de repente se hizo Filipinas.

Toda la quietud de la zona veredal se hace movimiento a la hora de las comidas. Los excombatientes que sirven el almuerzo se demoran más de una hora atendiendo la fila de personas que, plato y vaso en mano, avanzan para recibir el menú del día: sopa, garbanzos, arroz, carne de res y yuca. Las mesas están llenas de gente joven y, al cabo de la hora, platos limpios. En una de ellas hay una pareja. Ella levanta la vista del trozo de carne que tiene entre las manos sólo para recibir las cucharadas de sopa que él le acerca a la boca. Por ahora ninguno se tiene que preocupar por la proveniencia de los alimentos. Cuando el proceso de reincorporación termine, esa será la prioridad. En ese momento el problema de seguridad alimentaria de Filipinas será también de los excombatientes.

La intención del secretariado es más o menos clara. En el plan educativo de las zonas veredales se le ha dado prioridad a la agroecología que, más que una capacitación, es una visión particular de la tierra, una en la que los campesinos son propietarios y labradores de sus tierras, establecen sistemas de economía solidaria, rescatan aportes de las comunidades indígenas a la agricultura, distribuyen sus productos en mercados locales. Todo suena a comunidad, a esfuerzos que requieren de un campesinado unido. El actual está dividido y lleno de incertidumbre.


En Filipinas se oyen los ecos de la guerra. En la tienda, un lugareño advierte que hay que hablar con cuidado porque los elenos tienen oídos en el pueblo. En la cantina la música se apaga a las 10 de la noche con una puntualidad pasmosa. Nadie se pone locuaz ante la pregunta de quién puso esa ley zanahoria y por qué. Sí les sobran palabras a un par de borrachos para hablar de los atentados de los que han sido víctimas y los rifles que han empuñado. Quién sabe si los cuentos son señuelos para pescar periodistas o traumas que levantan la voz tras la enésima cerveza.

Los habitantes de la vereda llevan años en medio de una paz tensa. Algunos de los más violentos fueron de enfrentamientos entre el ELN y las Farc por el control de la frontera. Tanto les estaba costando a ambos la guerra que decidieron hacer un pacto de no agresión. En el 2010 redactaron un manual de convivencia en el que acordaron, entre otras cosas, no incentivar la siembra de coca que tan rentable era para las Farc. Arauca siempre ha sido un territorio valioso: está la frontera para cuidar la retaguardia y la industria petrolera para explotar a punta de extorsiones. En la legalidad la cosa cambia para las Farc.

Ya van a cambiar los bosques por la zona rural de un departamento que produce tanto petróleo que le dicen Arauca Saudita pero tiene un índice de necesidades básicas insatisfechas del 64,26%, más del doble del porcentaje promedio nacional (27,78%). Las regalías que recibe el departamento deberían bastar para resolver sus necesidades. Aún así, como contó la Silla Vacía, tiene una infraestructura vial precaria, un sistema educativo deficiente y un sistema de salud que no tiene un solo hospital con servicios de alta complejidad. Habitar un territorio desconectado del centro del país ya no será ventaja para las Farc y trabajar con un campesinado amedrentado será un reto enorme.

Aguirre se está echando parte de ese reto al hombro. Ha intentado crear cooperativas. Dice que una asociación entre campesinos podría montar una planta para convertir la yuca y el plátano en alimento para animales o comprar un camión que recoja las cosechas de las familias de la vereda. “Una cooperativa tiene más acceso al comercio en las grandes plazas mayoristas en las ciudades. Yo soy de las personas que los he motivado pero no se ha logrado que la gente capte la necesidad de esas asociaciones”, cuenta Aguirre bajo el techo de palma del comedor de su casa.

Es probable que la gente capte pero no quiera. Para Yamile Salinas, investigadora experta en la Orinoquía de Indepaz, el terror de la guerra socava la capacidad de las comunidades de coordinarse en cooperativas. Tampoco hay, según Salinas, una política que garantice que esos esquemas de asociación campesina funcionen. Créditos, asistencia técnica, almacenamiento de cosechas: todo está contemplado pero escasamente se ve en marcha. La disociación de la comunidad hace que cada campesino esté aislado, a merced de intermediarios y trochas intransitables.

Ese aislamiento, además, no se ha traducido en autonomía. Aguirre tiene tierras detrás de su casa y en otro lugar de Filipinas. Aún así, no podría sacar de sus fincas lo necesario para armar un plato de comida balanceado. Para comer tomate, cebolla, papas, pimentones y otros productos básicos, depende de un camión que llega de Santander, una suerte de plaza de mercado itinerante. Los habitantes de Filipinas les tienen que comprar a los distribuidores a lo que pidan. La mayoría de los productos que compran podrían sembrarlos en sus casas. “Las verduras en gran parte las produce la tierra pero la gente no toma la iniciativa de tener su huerta”, cuenta Aguirre y añade que hay un proyecto de la Gobernación de siembra de huertas para garantizar la seguridad alimentaria de los habitantes de Filipinas.

El campesino que no se alimenta del fruto de su tierra es cosecha de una historia de fiebres, de economías extractivas. Arauca ha sido fuente de pieles de tigrillo, plumas de garza, maderas de ceiba y ríos de petróleo. El negocio que más dinero les ha traído a los campesinos recientemente fue el de la coca. En los mejores meses los raspachines recibían unos $60.000 diario, casi el triple de lo que recibe hoy un trabajador por un jornal. Esa liquidez no se ha vuelto a ver. Para Yamile Salinas, teniendo en cuenta la historia de la región, es natural que los campesinos aún piensen en sus cosechas como moneda de cambio antes que alimento.

“Un 80% seguros de que las cosas van a cambiar, de que eso va a traer beneficios, al menos el más importante, la paz”, dice Aguirre sobre la zona veredal y el proyecto político de las Farc. Se reserva ese 20% de incertidumbre porque sabe que el ELN todavía es poderoso en la región pero cree que se vienen cambios para la comunidad, oportunidades de conformar asociaciones campesinas. Espera que no disipe la atención que su comunidad ha recibido desde que se construyó la zona veredal.

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