La Paloma

por: Teresita Goyeneche.

Policarpa: sin vías para la paz 

 

A principio de los ochenta, durante una larga temporada de verano, varios campesinos de Policarpa (Nariño) se fueron a trabajar a departamentos vecinos como Cauca y Putumayo, y cuando volvieron a casa traían consigo plantas de coca. La sembraron en la parte más al sur del municipio y desde entonces se convirtió en la renta del campesino.

Antes de hablar de Policarpa hay que saber llegar. Primero están los inmensos grumos de cordillera Occidental que nace después de desprenderse de su melliza Central, en la salida del territorio ecuatoriano. Ambas avanzan, una al lado de la otra, hacia el norte atravesando el territorio nacional. Desde Pasto, la capital del departamento, uno se adentra a ese tejido de precipicios a bordo de alguna de las camionetas cuatro por cuatro que prestan servicios colectivos desde la terminal de transporte o el aeropuerto. Hay algunos que lo hacen en moto si no tienen equipaje ni problemas de nervios.

La carretera por 45 minutos es tranquila, suave, empinada. Las diferentes alturas hacen que las paredes verdes de las montañas se vean en diferentes tonos, de acuerdo con la posición del sol y la profundidad del abismo. En Remolinos, un pequeño pueblo intermedio que también recibe algo de turismo de clima cálido, se puede hacer una parada antes de aventurarse en la trocha. De ahí en adelante el sendero es angosto, cabe un carro y medio. De un lado están los tabiques de la montaña, rocosos, amarillos y verdosos; del otro lado está el despeñadero, profundo, frondoso. Dos horas así, en espiral, en subida y luego sí, viene entrar.

El municipio tiene unos treinta mil habitantes, de los cuales más de la mitad viven en zona rural. Todos tienen en común que se han gobernado solos por décadas y que fueron anfitriones de una de las diecinueve Zonas Veredales Transitorias, donde ex combatientes de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC se alojaron durante el proceso de paz.

Policarpa amanece abrazado por sábanas de nubes blancas que se van disipando para dar paso a la vastedad de las montañas verde militar. El municipio fue fundado en 1972. Según Etelberto Ibarra, un líder campesino y licenciado en ciencias naturales, que ha pasado casi toda su vida enseñando a niños de primaria sobre las maravillas de la naturaleza, se sostenía de la actividad artesanal agropecuaria, del cultivo de maíz, frijol, maní, cacao, café, caña y arroz.

***

Etelberto Ibarra prende la luz blanca de la diminuta sala de su casa con sus dedos bronceados y corpulentos. Mira con prevención por la ventana que da a la calle de tierra sobre la que se asienta su hogar y abre la puerta cuando reconoce que no hay peligro. Es un hombre menudo, magro, curtido. El primer empleo que tuvo fue como docente hace veintinueve años en Sánchez, uno de los corregimientos de Policarpa. Para ir, debía caminar dieciséis horas por el monte y cuenta que poco ha cambiado desde entonces. Las pocas vías que tienen fueron construidas en 1991 y el ingreso y salida de personas, víveres y alimentos es tan precario, que la única forma de hacerlo es usando camiones, que generalmente van a media carga, y las mismas camionetas cuatro por cuatro en las que llegamos. No caben tractomulas, necesarias para sacar del municipio de manera sostenible lo que producen los campesinos.

Policarpa es el ejemplo paradójico de las falencias del Estado. Aunque ha sido tradicionalmente atacado por todos los frentes armados que habitan el territorio colombiano y se sostiene completamente por la producción de coca porque es económicamente inviable sacar los productos de la tierra por la condición de las vías –según datos de la comunidad, 25 % de la población son productores cocaleros y el otro 75 % depende de ellos–, la falta de infraestructura no ha recibido atención. Es, como muchas, una comunidad invisible para el gobierno de Juan Manuel Santos, que tiene dos proyectos estrella: el Acuerdo de Paz con las FARC y el plan de infraestructura y vías que con un presupuesto aproximado de veinticuatro mil millones de dólares y que incluye la construcción de aeropuertos, carreteras y la consolidación de puertos en el Pacífico y Colombia.

Mientras que un campesino puede vender con seguridad en el narcomercado un kilo de base de coca a 570 dólares, sacar un kilo de maíz a la plaza de mercado de Pasto –la capital de Nariño, el departamento donde se asienta Policarpa– a quince dólares es un mal negocio. El transporte encarece tanto el producto que termina costando tres veces más que el que se trae de Ecuador, que se vende en cinco.

El proyecto prometido por los Acuerdos refrendados en diciembre de 2016 ha comenzado a ejecutarse, pero la comunidad ha visto con temor cómo algunas de esas promesas han variado con respecto a lo pactado originalmente. Según Juan Sebastián Sánchez, profesional en territorialización de la Agencia de la Renovación de Territorio del Ministerio de Cultura, Policarpa es un municipio priorizado y ya se ha comenzado el proceso de socialización para avanzar con la construcción de obras de pequeña infraestructura.

Pero el proceso es lento y aunque estaba estipulado que se realizarían jornadas de sustitución gradual de cultivos ilícitos, la comunidad ha sido obligada a erradicar sin tener alternativas económicas a corto plazo para el sostenimiento de sus hogares en el día a día.

Para los agricultores las nuevas imposiciones son una disyuntiva casi espiritual. Habitan una tierra atravesada por el río Patía, que riega naturalmente grandes terrenos dibujados con todos los colores del pantone. Además, tienen la cualidad de tener tres tipos de suelo y por tanto una variedad incalculable de productos que podrían alimentar a una porción importante de la población nacional. Pero sin apoyo del Estado, el comercio y la industrialización son sólo sueños que tienen desde su fundación.

Las pocas obras de infraestructura que tiene Policarpa han sido financiadas casi en su totalidad por el dinero de la coca. “Acá no llegó ni una vivienda, ni un metro de carretera. Acá todo lo construyó la comunidad”, afirma Ibarra.que narra cómo después de la llegada de la coca en los ochenta, se vivió una bonanza que le dejaba a las familias productoras entre cinco mil y diez mil dólares de excedentes, que se dedicaron a invertir en el pueblo. Obras como el alumbrado público de Sánchez o el ochenta por ciento de la vía secundaria que conecta el pueblo con la carretera Panamericana -que hace parte de la malla vial nacional-, fueron financiadas por la prosperidad de los narcocultivos. Frente a esta anarquía, las FARC jugaron un papel fundamental para el orden y el sostenimiento del pueblo.

Con jeans, correa y camiseta sin mangas, Adolfo López camina por las calles pedregosas y curvilíneas de Madrigales en una tarde nublada, cumpliendo su rol de guía y anfitrión. López, macizo y elocuente, es el presidente de la Junta de Acción Comunal de Madrigal, corregimiento de Policarpa. Mientras recorre la geografía semi urbana de las cuatro cuadras que conforman la comarca, cuenta que noventa y nueve por ciento de las obras del pueblo fueron financiadas por la coca y “la guerrilla no cultivaba, sino que indirectamente protegían las zonas coqueras. Pero ahora viene el comerciante, dice: `voy a invertir mil millones de pesos (US$350.000) en base de coca”, pero ¿qué seguridad tienen? ¿quién les va a dar ese producto? Eso hacía las FARC: intermediar. Ahora sin ellos, los comerciantes no tienen garantías de seguridad”.

Para López ejercer el rol de liderazgo no ha sido sencillo en medio de la transición a una paz que aún no existe. El corregimiento, que queda a una hora y media de trocha y profundos precipicio del casco urbano de Policarpa, tiene dos mil seiscientas personas y después de un poco menos de dos décadas de ser controlados exclusivamente por la guerrilla de las FARC, fue invadido durante la primera parte de los dos mil por el grupo paramilitar Autodefensas Unidas de Colombia. Años que dejaron más de setenta personas asesinadas –según cifras oficiales–, entre ellos, uno de sus hijos.

“En la región se produce cualquier cantidad de comida, pero queda para consumo de trabajadores y animales. Acá no se vende, es muy difícil sacar una tonelada de maíz a Pasto a competir con el TLC que trajo el gobierno para acá. A competir con Ecuador, donde el gobierno le regala a los campesinos los insumos agrícolas, y la tecnología es más avanzada”, dice con algo de impotencia.

En Estados Unidos los subsidios ofrecidos a los campesinos por la Ley Agrícola o Farm Bill, aprobada en 2014 durante el gobierno de Barack Obama, tiene un presupuesto de 956 mil millones de dólares y destina 97 mil millones a seguros a la cosecha, subsidios a las exportaciones y subsidios al consumo interno, cubriendo a más de dieciséis millones de personas que se dedican a la agricultura en el país.

Mientras tanto en Colombia, el presupuesto dirigido al agro no pasaba en 2015 de mil ochocientos millones de dólares. Quinientas veces menos, en un país que es seis veces más pequeño que la potencia mundial. Esto deja a los campesinos colombianos –más del 30 % de la población nacional– sin contención y casi siempre produciendo a la pérdida, como si cultivar fuera una ruleta rusa o un deporte extremo.

Como Adolfo López y Etelberto Ibarra, Mireya Casanova, concejala del municipio y lideresa campesina, no cree que los cultivos de coca atenten contra la seguridad alimentaria: “ se beneficia mucho el que cultiva y el que vende. En los pueblos donde se cultiva hay movimiento en los mercados, pero en los lugares donde no hay quien comercialice la coca, todo está quieto, no hay qué comer”.

Casanova camina por sus hectáreas de tierra en botas de caucho con agilidad, sabe dónde están naciendo las piñas, recoge una papaya, la pica en su mano y la ofrece, te previene de pisar las calabazas, te muestra a lo lejos dónde se cultiva el maní y otra variedad de frutales.

Ella dice que aunque no sabe quién se dedica a comercializar coca, parecen tener algo que esconder, como si hubieran hecho un pacto secreto para no entorpecer el proceso. Las ventas de base de coca han disminuido desde que empezó a ejecutarse el Acuerdo porque no hay quien haga la intermediación.

“La gente se acostumbró a convivir con las FARC, los que ponían orden, los que no dejaban entrar ladrones o paramilitares, y nos relajábamos cuando estaban ellos. Ahora mismo están abiertas las puertas para todo el mundo, y ellos están en un punto donde no pueden actuar o normalizar los territorios que antes protegían. Ahora la gente por iniciativa propia tienen que organizarse”, explica. Cuenta además que casi todos los cultivadores reservaban tradicionalmente una porción de la tierra para cultivar algo de coca y poder mantener un nivel de vida decente: tener una casa segura, tener dinero para pagar el transporte en caso de una emergencia médica y darle educación a sus hijos.

A unos 300 metros de las tierras de Casanova un hombre avanza por su cultivo verde eléctrico con su perra rottweiler que se llama Sasha. El hombre de espalda ancha protege su cara del sol con una gorra. Tiene puestos unos guantes con los que hace la mímica de cómo recoge las hojas una vez están listas para ser procesadas. Las plantas de coca son medianas, del tamaño de un hombre pequeño. El cultivador cuenta que hay que estresarlas y tratarlas con violencia para que el producto sea mejor. También cuenta que para sacar veinticinco gramos de base de coca necesita doce punto cinco kilogramos de hojas. Cada dos meses y medio se recogen de una hectárea y media que cultiva con otros tres vecinos, de la que sacan un promedio de dos mil dólares.

Un jornalero puede cobrar hasta dos dólares con cincuenta por medio kilo de hojas recogidas, y puede alcanzar a cobrar hasta veinticinco dólares por un día de trabajo. Mientras tanto, un jornalero que trabaja en un cultivo lícito cobra máximo diez dólares si tiene suerte. Sin embargo, desde hace cinco meses tienen guardada lo cosechado por falta de compradores.

En la Zona Veredal Aldemar Galán, a media hora por carretera destapada desde Madrigal, se encuentran recluidos dos frentes de las FARC -el octavo y el veintinueve-, que operaban en el departamento del Cauca y en Nariño. Ahí están establecidos actualmente, según el censo inicial, doscientos ochenta ex milicianos entre los 18 y los 60 años, pero en realidad hay alrededor de ciento sesenta, porque según cuenta Diego Rodríguez, un ex combatiente de veintisiete años y diez años de pertenecer al grupo guerrillero, “por cuestiones familiares o cuestiones logísticas, han tenido que irse a sus casas”.

Rodríguez, que es un muchacho alegre, fornido y carga un tratamiento de ortodoncia que expone cada vez que comienza a contar una historia, ha pasado la mayor parte de su tiempo como guerrillero en el territorio del bajo Patía. Sobre la infraestructura del pueblo dice que “la comunidad ha puesto el trabajo y la plata, y la guerrilla ha hecho asistencia”. Recuerda además que hace como dieciséis años retuvieron una maquinaria por petición de la comunidad para poder terminar un tramo de la carretera que el gobierno había dejado a medias. La máquina, que es modelo 54, todavía existe. El pueblo la quiere tanto que todavía sirve y según cuenta, la gente vive pegada a ella.

Para él, que ha convivido por años en la región, lo primero que se necesita es la construcción de vías terciarias y lo siguiente, es crear las condiciones para que los campesinos tengan facilidad para trabajar de verdad en el campo y producir alimentos, ambos elementos hacen parte del primer capítulo de los Acuerdos de Paz. Pero reitera que hasta ahora el gobierno se ha quedado corto en el cumplido de lo pactado. Una afirmación que coincide con las declaraciones de Arunulfo Vélasquez, líder del Octavo Frente, que también se encuentra en esta zona veredal.

Velásquez, con más experiencia y más tosco que Rodríguez, habla con soltura sobre los procesos que se adelantan y el problema de la erradicación. Él piensa que mientras no haya planificación para la sustitución de cultivos, el problema no va a acabar. “La erradicación no ayuda para nada, porque como está pensado el Acuerdo, la sustitución dura unos veinte o treinta años. Tú no puedes arrancarle a la gente de lo que come. Primero hay que ver lo que se va a construir para hacer que la agricultura legal sea sostenible”. Además sostiene que para acabar definitivamente con los cultivos ilícitos hay que tratar el tema como un asunto internacional, “no se acaba la producción si no se acaba el consumo y los principales consumidores están en el norte”, concluye.

Durante los últimos días de abril a una media de donde se levanta el campamento guerrillero de su Zona Veredal, un grupo paramilitar llamado RAUC hizo su entrada a la región amenazando a la comunidad, asegurando que matarían a todos los colaboradores de las FARC y que iban a empezar un proceso de limpieza social. Mientras tanto, el proceso de dejación de armas, que tenía fecha límite programada para el 31 de mayo pasado, fue aplazado para finales de junio.Rodrigo Londoño, líder del grupo guerrillero, declaró el cuatro de junio en su cuenta de Twitter que estaba considerando aplazar indefinidamente la dejación de armas por la detención del ex combatiente Yimmi Rios, vinculado a la implementación de los Acuerdos.

Ya existen programas como el 5051, que busca darle cincuenta kilómetros de vía a cincuenta y un municipios del país.no de ellos Policarpa.a alcaldía ha sacado dinero de sus ahorros para comprar maquinarias y construir una vía fundamental para el comercio, pero el camino se construye con lentitud. El escenario actual parece tener otro tipo de claridades presentes que no se parecen a las que pinta el gobierno para el futuro: la comunidad tiene un nuevo frente armado que garantizará la seguridad que necesitan para seguir comercializando el único producto sostenible que tienen y, a pesar de las buenas intenciones, la tregua final aún no es un hecho, la implementación lleva un ritmo tardío y mientras la única presencia visible del Estado sea la militar, no habrá vías reales para una paz duradera.

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