Charras
por: Estefanía Avella Bermúdez. Cerosetenta.
El olvido de Charras
El corregimiento de Charras, en San José del Guaviare, recibió a cientos de guerrilleros listos para entregar sus armas. La llegada de los excombatientes trajo la esperanza de que el gobierno se resarciera del olvido en el que pervivió la región. Los campesinos, tan víctimas de la guerrilla como de los paramilitares, creen que la construcción de la paz será imposible si el Gobierno no cumple con lo que se pactó en la Habana.
Charras ha estado tan olvidada que hasta las Farc llegaron tarde.
Charras está a tres horas en carro desde San José del Guaviare. Hace un año estaba a ocho o más. Charras es una calle destapada, 30 casas en madera y 24 familias. Charras fue fundada en la década de los setenta, por paisas y santandereanos que llegaron a las tierras del Guaviare en la época de la bonanza marimbera.
Las Farc llegaron en 1985, cuando la organización ya llevaba quince años de existencia; “quince años de lucha”, dirían los farianos. Charras fue una tierra próspera, dicen sus habitantes. Estaba llamada a ser municipio, pero hoy es escasamente un caserío.
Es, eso sí, un caserío que tuvo una Zona Veredal Transitoria de Normalización (ZVTN) y que ahora tiene excombatientes como vecinos. Un caserío con una biblioteca nueva e internet durante el día. Un caserío con un grupo de 30 hombres de la Policía Nacional que pisaron por primera vez ese lugar en diciembre de 2016.
En enero de 2017, días después de que miembros de los frentes 44, 16 y 29 llegaran a Charras, el Gobierno comenzó la construcción de la zona veredal Marco Aurelio Buendía. Después de siete meses, los excombatientes finalmente dejaron sus cambuches de plásticos y madera para dormir en estructuras de cemento, con puertas y ventanas.
255 farianos llegaron a Charras para desmovilizarse. Por ellos llegaron a ese lugar los obreros que hicieron la construcción. Por ellos llegaron funcionarios de la ONU, el Ejército y el Gobierno. Por ellos volvieron a Charras habitantes que en el 2002 salieron de sus casas huyendo de la muerte.
Era julio de 1997.
Un grupo de paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia de Carlos Castaño pasó por Charras y siguieron de largo. Su destino final era Mapiripán, un municipio del Meta a las orilla del río Guaviare. A Charras empezaron a llegar los rumores de Mapiripán: las casa quemadas, los asesinatos, el terror. Entre el 15 y el 20 de julio (día en el que Colombia celebra su independencia), las AUC habían masacrado Mapiripán. Años después la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dijo que fueron 49 muertos, aunque la Fiscalía reveló que fueron 77.
Se supo, además, que los paramilitares llegaron desde varios lugares del país, que muchos llegaron en aviones. Que los cuchillos y los machetes fueron su arma y que la mayoría murieron apuñalados o degollados. Que descuartizaron muchos cuerpos y que muchos otros los arrojaron al río. Los paramilitares volvieron a Mapiripán al siguiente año. En esa ocasión llegaron a Puerto Jabón, un caserío cocalero y considerado un pulmón financiero de las Farc. La orden era acabarlos, confesaron exmiembros de las AUC en las salas de Justicia y Paz.
“Ahí los conocimos de cerca”, dice Jaime Mejía, secretario de la Junta de Acción Comunal de Charras. “Mandaban a decir que venían para acá. Manteníamos en la puerta de la casa una lona con una cobija y una muda de ropa. Sabíamos que teníamos que echarle mano a eso y a los niños cuando dijeran que teníamos que irnos”.
Jaime llegó a Charras cuando tenía 32. Cultivó coca, dice, porque la necesidad lo llevó a eso. En la década de los ochenta y noventa lo que funcionó en este caserío fue la economía de la coca. Tumbaban selva, sembraban y el producido lo llevaban hasta Mapiripán, que era a donde llegaban los carros a recogerla. “La vida era pobre. Pero con eso cogíamos fuerza, ganamos plata y construíamos nuestras casitas”, dice Mejía.
Charras se acostumbró a vivir con miedo. Un miedo que tuvieron que enfrentar el 14 y 15 de septiembre de 2002, cuando los un grupo de paramilitares de las AUC entraron en carros. Los que pudieron escaparon por un barranco, a otros los mataron y a algunos los desaparecieron. “A mi mamá y a mi padrastro nunca los volví a ver”, confiesa Jorge Caballero, presidente de la Junta de Acción Comunal. “Querían borrar a Charras. Todo se acabó”. Se acabó hasta la planta eléctrica que le daba luz al pueblo. Los paramilitares la quemaron y aún hoy Charras no tiene luz.
No hay un reporte oficial de lo que sucedió. No hay un dato certero de cuántos mataron ni cuántos desaparecieron. Charras en eso, en la verdad, no contó con la suerte de Mapiripán. Por lo sucedido en Mapiripán la Comisión Interamericana de Derechos Humanos demandó al Estado colombiano ante la Corte Interamericana. La demanda solicitó que el estado fuera juzgado por violar el derecho a la vida y a la integridad personal, y que fuera obligado a adoptar medidas de reparación. Por eso es que sobre las muertes y desapariciones de Mapiripán no sólo hay una cifra, hay varias. De Charras, por el contrario, sólo se sabe lo que hoy cuentan sus habitantes.
Jorge Caballero dice que sólo en Charras mataron alrededor de 12 personas, que el primer día fueron dos. Pero afirma que en las veredas vecinas también hubo asesinatos y que en total los muertos fueron aproximadamente 50.
La única calle del pueblo quedó desolada durante cuatro años. Se robaron todo. Las casa, de las aproximadamente 100 familias que allí vivían, quedaron desocupadas. La naturaleza, las ramas y el pasto han terminado por tragarse los espacios en los que alguna vez hubo casas, paredes, techos.
En el 2006 un puñado de familias volvieron a Charras. Al pueblo se lo había tragado el monte. El retorno a Charras fue paulatino, hasta el último año. La razón es simple: ahora que hay un acuerdo de paz y muchos han decidido volver a Charras a jugarse la vida.
“Siempre se tuvo a Charras como colaborador de la guerrilla. Pero fue gratitud. Porque le salvaron la vida a mucha gente”, recuerda Jorge Caballero y no duda en decir que fueron el Estado que nunca tuvieron. La sensación y el sentimiento es contradictorio: por el negocio de las Farc tuvieron qué comer durante muchos años. Por las Farc, hoy el Estado y el país los vuelve a mirar. Pero por la guerra con las Farc, Charras y sus habitantes cargan un pasado doloroso.
Son escépticos. Saben que a esa guerrilla muchos le deben la vida. Pero hoy los miran con desconfianza. “Le expliqué al gobernador: para mí es difícil olvidar el pasado. No guardo rencores, pero atrás hay dolor y sufrimiento”, dice Jaime Mejía después de recordar como la guerra le quitó su familia y de paso un dedo de su mano izquierda.
Jaime, como presidente de Junta de Acción Comunal, pero sobre todo, como líder de su comunidad, le tema a la posibilidad de volver a perder el control de lo que les pertenece. “Ellos son socialistas. Nosotros le jalamos a la democracia”, aclara. “Ellos son como 300, nosotros 100. Ellos ya pueden votar y se van a quedar con el poder de la Junta”, dice con la cara resignada, moviendo las manos desganadamente.
¿Usted cree que nos equivocamos dejando que nos construyeran la Zona Veredal acá?, pregunta. Él, como los demás habitantes de Charras, pensaba que les traería mayores beneficios. Pero hasta ahora lo único, dice, ha sido la construcción de la carretera que les permite salir más fácil del caserío y que la gente, el transporte y la comida lleguen con más frecuencia.
“La paz se da cuando el Gobierno le cumpla al campesino y no sólo a la guerrilla. Acá la gente habla de los 52 años de lucha guerrillera, pero se olvida de cuántos años lleva la lucha campesina”. Dice que el Gobierno ve a los campesinos sólo como cultivadores de coca que tiene que comprometerse a dejar de sembrarla. El problema es que la agricultura en esa tierra no da. Y no da no por los suelos. No da porque no hay accesos. Porque más les cuesta trasladarse para comprar los abonos y el transporte para llevar lo cultivado, que la cantidad de dinero que reciben por vender el producido.
Franco ya no tiene pantalón camuflado, tiene un pantalón de sudadera negro. No tiene botas, tiene convers. En sus manos ya no lleva un arma, lleva una pañoleta para protegerse del sol y secarse el sudor mientras habla.
Franco, es su alias. y él es el comandante de la zona Marco Aurelio Buendía. Su nombre real es Pedro Emilio Fonseca. Llegó a las Farc hace 22 años, dice, porque en este país no había manera de hacer política democráticamente. Fue de la Unión Patriótica, fue detenido por ser de izquierda y cuando en el 2002 el Consejo Nacional Electoral le quitó la persona jurídica a la Unión Patriótica, él, como los demás sobrevivientes, quedaron por fuera de un supuesto sistema democrático.
Hoy sus miedos se alejan completamente de los de Jaime Mejía y de los de los demás campesinos de Charras. Sus dudas tienen que ver con la decisión de haber firmado un Acuerdo, aunque dice con tono cortante, que el Gobierno les tiene que cumplir. El Acuerdo les prometió el desarrollo de proyectos productivos. En Charras, como en la mayoría de las zonas veredales, el proyecto se retrasó. A dos meses de que las ZVTN dejaran de llamarse Zonas Veredales, el cultivo apenas comenzaba.
“Estamos a pocos días de que esto se acabe y no tenemos con qué vivir porque no hemos comenzado la producción y eso se demora. Eso no es de un día para otro. Queremos que esto valga la pena y que lo pactado se cumpla”, dijo.
Comenzaron sembrando tomate, ocobo, papa amazónica, pepino. Hay 19 excombatientes a cargo del proyecto. Son los encargados de hacer el abono orgánico: bocashi, dice un letrero escrito con marcadores de colores y letras al estilo Timoteo en medio pliego de cartulina verde. En uno de los postes de madera que sostiene el invernadero está la lista de los nombres, con labores y días de trabajo en la huerta.
Ricardo Semillas tiene 30 años y lleva 17 en las Farc. Dice que cuando tenía 12 no lo recibían porque era menor de edad. “Cuando los años de la UP a mi abuelo y a mi padre los asesinaron. Después de rogarles me recibieron en condición de refugiado. No hacía nada, sólo andaba con ellos. Me decían la mascota”, recuerda. Ricardo es del Caquetá y aprendió a hacer abono, a trabajar la tierra a principios del 2000: en la zona de distensión del Caguán.
“Acá queremos hacer un proyecto de reforestación. Queremos convertir esto en un centro multipropósitos. Creemos que se deben crear cooperativas que le permitan a los campesinos traer sus insumos y sacar sus productos”, dice y agrega que no sólo se trata de vender, “tenemos que producir para nosotros mismos”.
Jaime y Ricardo no se conocen, pero concuerdan en una misma idea: los campesinos saben industrializar. Lo han hecho toda la vida con la coca y si lo hacen con la coca, pueden hacerlo con cualquier otro producto. Lo que pasa, dice Ricardo, es que nadie les enseña a hacerlo, porque hay quienes pierden, porque hay a quienes no les queda la chequera tan gorda.
Mientras el marido de Luz Mary García cultivaba coca, ella atendía el negocio de gaseosas, paquetes y cervezas. “Sí, cultivábamos coca. Hay que decirlo. Ahora estamos a la espera de las ayudas del gobierno”, dice esta mujer bajita y repuesta, de pelo negro y corto.
Luz Mary nació en el Tolima y salió de Charras, como muchos otros, en el 2002. Cuando regresó a los cuatro años, como pocos, su casa no era rastro de lo que fue. La habían quemado, cuenta, y le tocó reconstruirla.
Ella es de las que sabe, que es desde noviembre de 2016, que en Charras se ve la plata. Antes vendía cinco gaseosas al día, ahora vende 40. Se ha beneficiado de la construcción de la zona veredal. Ella hospedó por $ 10.000 la noche a los obreros e ingenieros de la construcción y ahora sigue hospedando a quienes visitan el lugar.
La vida en Charras, cuenta, siempre ha sido de a pocos, de a días. “Aquí uno se sostiene de lo que va dando. Hay que surtir la tienda con lo que se acabe, escasamente con lo que se necesite”. Explica que antes era de acuerdo a la órdenes que pusiera la guerrilla. El impuesto a la cerveza ($3.000 por canasta) dejaron de pagarlo hasta finales del año pasado. “No había otra ley, era lo que ellos dijeran”.
La ley en Charras la han impuesto históricamente los grupos armados y la comunidad. Nunca el Estado. La Policía llegó y no ha sido fácil. En Charras no había —ni hay— un puesto de Policía, mucho menos una cárcel. Por ahora trabajan en una casa. Y la población tiene claro que ellos no les pueden imponer una ley que no sienten propia de un día a otro.
Para jóvenes como Wilmar Aranda la instalación de la zona veredal en Charras y la mayor presencia del Estado, ha sido una tranquilidad. Porque antes había mucho problema, dice. Tiene 14 años, le gusta el fútbol, lo dice mientras seca el sudor de su frente con una camisa que no lleva puesta sino en el hombro. Cuenta que cuando su mamá murió él tuvo que dedicarse a la coca. Raspaba. Recuerda que los días de mucho sol eran más difíciles, porque la hoja se ponía dura.
Por arroba le daban $ 5.000. Al día ganaba $ 20.000. Desde el 8 de diciembre la coca está quieta y por ahora piensa en sus clases. Tiene claro que en menos de dos años tiene que irse. En Charras no hay cómo terminar los estudios. “Después de noveno, hay que bregar. Hay que ver cómo hacer para salir adelante e irse de acá”, dice. Le gustaría estudiar ingeniería de sistemas, pero sobre todo le gustaría regresar después de estudiar. “No sé nada de cultivos, pero bueno. Será ver si apoyan para ver si aprendo”.