Santa Lucía

por: Ricardo León Cruz - Verdad Abierta

La incertidumbre de Ituango

 Los registros de los organismos humanitarios dan cuenta que en este municipio del lejano norte antioqueño se vivió una guerra de alta intensidad que devastó la producción agrícola y rompió un fuerte tejido social. Ahora que soplan vientos de paz, sus pobladores sueñan con volver a ser despensa agrícola del departamento, pero la tarea no será nada fácil.

Las paredes todavía olían a pintura fresca y el piso estaba recién revocado. La nevera repleta de cerveza y el parlante que en ese momento sonaba canciones de Jhon Álex Castaño, William Benavides y Los Relicarios, habían sido instalados tan solo 24 horas antes. Al fondo del pequeño local, tres jóvenes gritaban exaltados cada vez que una bola de billar pool embocaba en una de las troneras de la mesa. Eran las 3 p.m de un sábado de abril y el nuevo establecimiento ubicado en uno de los recodos más pronunciados de la serpenteante carretera que atraviesa la vereda Buenavista de Ituango, Antioquia, abría por primera vez sus puertas al público.

Faltaban detalles para terminar las adecuaciones, pero eso no fue impedimento para que uno que otro curioso se acercara atraído por las melodías que cautivan en esas montañas y comprara una cerveza o un aguardiente. José Natalio, un paisa moreno, acuerpado, de sonrisa amplia y dueño del nuevo local, lucía satisfecho por la respuesta de sus coterráneos. “La idea mía aquí es vender cerveza, aguardientico, tener esa mesa de billar y para que sirva como bodega de café”, explicaba a un par de amigos allí presentes, interesados en saber más detalles de aquella novedad.

Según José Natalio, se trató de una oportunidad única de negocio. La edificación había sido abandonada en los años en que la guerra azotaba con furia la región. El paso del tiempo y la maleza por poco la convierten en escombros, pero el labriego adquirió la vetusta casa junto con la ladera sobre la que está edificada por un valor que no se atreve a revelar. “Eso negocio salió barato, barato”, relataba en medio de sonrisas a sus interlocutores mientras mostraba los 1.200 “palos” de café que sembró en sus nuevas tierras. El fruto es, a juicio del labriego, el que hace que su local comercial no tenga pierde: “vamos a ver cómo nos va. Si no, igual sirve para guardar todo el café de toda esta zona”. Sin duda un buen argumento si se tiene en cuenta la dinámica de la localidad.

Café es lo que más se siembra en las montañas de Ituango. Según el Sistema de Información Cafetera (SICA) de la Federación Nacional de Cafeteros, este municipio del lejano norte de Antioquia tiene registrados 2.900 cafeteros, asentados en 84 de las 117 veredas que conforman este pueblo.  Jean Piedrahita, quien hasta el año pasado era el máximo vocero de los productores ituanguinos ante la Cooperativa de Cafeteros de Antioquia y uno de los contertulios aquella tarde de “cerveza y guaro” en la vereda Buenavista, afirmaba con tono de autoridad que “solo Ituango produce las mismas toneladas de café que todos los municipios del suroeste antioqueño”. Se trata, a su juicio, “del cultivo que dinamiza la economía local. Casi que este pueblo depende en un 80 por ciento del café”.

La producción del fruto tiende a incrementarse por cuenta del proceso de paz. “Es que antes -recordaba José Natalio- a uno no le provocaba porque si no eran los unos desplazando la gente, eran los otros no dejando entrar a nadie extraño a recoger café. Entonces las cosechas se perdían. Pero ahora la gente se está animando otra vez”.

Para los pocos clientes presentes a esa hora, la combinación de billar, música y trago bien podría funcionarle a José Natalio, “si la situación seguía como hasta ahora”, como le reiteró Jean Piedrahita. Si algo hay inocultable en este pueblo es la transformación que viene experimentando el orden público y seguridad. “Desde hace uno dos años para acá el pueblo está muy tranquilo; por lo menos en comparación con lo que vivimos, donde, para comenzar, no podíamos estar aquí tomando como estamos hoy porque esta zona era de control de las Farc”, comentaba Jean mientras señalaba la pequeña colina que se erige a pocos metros, justo en frente del local: “ese morro, por ejemplo, era una base de las Farc. Debe tener cualquier cantidad de minas antipersona”.

Hoy día, por ejemplo, en ese pequeño cerro que en el pasado fuera santuario del grupo subversivo se concentran intensas labores de desminado humanitario. De acuerdo con la Dirección de Acción Integral contra Minas Antipersona (Daicma) sobre poco más del 70% del territorio itüanguino se cierne la sospecha de presencia de estos letales artefactos explosivos. No en vano, es uno de los 20 municipios de Antioquia priorizados para adelantar allí la compleja tarea de descontaminación de minas antipersona y munición sin explotar. Es, quizás, una de las peores secuelas que dejó la feroz guerra que protagonizaron guerrilla, paramilitares y el Ejército.

Antes de que iniciara la diáspora de campesinos por cuenta de la confrontación, por allá finalizando la década de los noventa, la población estimada para esta localidad superaba los 40 mil habitantes. Hoy, los datos más optimistas hablan de 23 mil pobladores.“Y muchos no quieren volver”, reiteraba José Natalio, quien padeció el éxodo forzado en dos ocasiones. La primera vez salió huyendo de los paras: “eso fue como en 1999. Cuando eso vivía para los lados de La Granja. Esa gente entraba matando a ‘diestra y siniestra’ pensando que todos éramos guerrilleros. A mí me cogieron y me pegaron un culetazo que me partió la cabeza. Me tocó irme corriendo. Estuve por los lados de Risaralda, pero me cansé por allá y volví al pueblo”.

Cuando José Natalio regresó, dos años después, sus verdugos fueron otros: “ya el problema fue con la guerrilla. Que como yo venía de afuera que entonces yo era colaborador de los ‘paras’. Entonces, pa’ evitar problemas, me desplacé, pero dentro del mismo pueblo”, contaba el labriego, quien cerró su relato con voz optimista: “esto ha cambiado mucho. Ahora es que está bueno: mire, aquí tomándonos unos tragos, a esta hora, cuando antes teníamos que estar encerrados, sin podernos mover. Ojalá esto siga así a ver si me va bien”.

Incertidumbre del posconflicto

Las huellas de la guerra aún se observan en Ituango. Las paredes del principal templo católico del pueblo conservan los agujeros que produjeron los impactos de fusil el día que guerrilleros de las Farc pretendieron tomarse el pueblo ante la estoica defensa de un puñado de policías. Muy cerca de allí, en una calle peatonal, hay una placa que recuerda que el 14 de agosto de 2008, el grupo insurgente detonó una bomba que dejó siete personas muertas y 58 heridas.

El busto del abogado y defensor de derechos humanos Jesús María Valle Jaramillo, erigido en la plaza principal, recuerda que comandos de las Autodefensas Unidas de Colombia también dejaron su estela de dolor y muerte, comenzando por el jurista, hijo ilustre de Ituango, asesinado en Medellín el 28 de febrero de 1998 por hombres al servicio de Carlos Castaño en represalia por sus reiteradas denuncias por las incursiones armadas que venían cometiendo los paramilitares contra las comunidades campesinas en los corregimientos La Granja y El Aro, cometidas en junio y octubre de 1997, respectivamente.

Por estas dos masacres, en 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al estado colombiano. El organismo internacional determinó que la nación era responsable del desplazamiento forzado de campesinos debido a que no tomó las medidas necesarias para evitar lo ocurrido. Se comprobó que la Fuerza Pública no hizo nada para detener a los paramilitares que masacraron a las poblaciones. Más recientemente, en octubre de 2015, 2015 la magistrada del Tribunal Superior de Medellín de Justicia y Paz, María Consuelo Rincón Jaramillo, le pidió a la Fiscalía que se investigue al expresidente Álvaro Uribe Vélez, ya que el hoy senador en el momento del masivo crimen en El Aro fungía como gobernador de Antioquia.

***

Desde que se firmó el “Cese al Fuego Bilateral y Definitivo” entre las Farc y el gobierno nacional el 29 de agosto de 2016, los ituanguinos volvieron a transitar a altas horas de la noche por las trochas y caminos que conectan el casco urbano con sus profundas montañas sin el riesgo de caer en un retén ilegal se acabaron los sitios vedados y ya ni recuerdan cuando fue la última vez que una ráfaga de fusil los obligó a entrarse temprano.

Pero no todo son buenas noticias y buenos augurios. Durante las primeras semanas de febrero pasado, tal como lo denunciaron diversas asociaciones campesinas, hombres armados que se movían en camionetas ingresaron a las veredas El Cedral, El Recreo, Camelias Bajas, Chontaduro, La América, Torrente, Pascuitá y Los Chorros. Allí hablaron con los pobladores, les dijeron que de ahora en adelante ellos serían la ‘autoridad’. Para que no quedara duda que hablaban en serio, inundaron las casas con panfletos firmados con el nombre ‘Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc)’.

Por estas veredas se movieron a su antojo durante décadas las Farc, ahora concentradas en la Zona Veredal Transitoria de Normalización (ZVTN) “Camarada Román Ruiz”, ubicada a varios kilómetros de allí, en la vereda Santa Lucía. La región en la que incursionaron los ‘gaitanistas’ concentra la siembra y producción del segundo producto agrícola que genera renta en la región: la hoja de coca. Nadie sabe quién llevó el alcaloide, pero todos coinciden en señalar que fue finalizando la década de los noventa cuando se advirtieron los primeros palos de la hoja, justo en momentos en que la producción agrícola local se vino a pique por cuenta de la guerra.

En Ituango recuerdan, por ejemplo, los tiempos en que semanalmente salían camiones cargados con frijol sembrado en las agrestes laderas con destino a las plazas de abasto de Medellín y el Valle de Aburrá. Para finales de la década de los ochenta y buena parte de la del noventa, el grano era el producto insignia de la región. Un grupo de reconocidos comerciantes locales se disputaban la oferta, lo que generaba una competencia que terminaba favoreciendo el bolsillo de los productores. Ángel Chavarría, Pedro Martínez y Juan Guerra aún son recordados por los labriegos con aprecio y admiración. Los tres fueron asesinados por los paramilitares en 1997 en pleno casco urbano y en diferentes circunstancias. Sus muertes, sumado al éxodo masivo de campesinos que huían de las ráfagas de fusil, los combates, los retenes y la muerte constante que campeaba en veredas y corregimientos, terminaron por devastar la producción de frijol y de cualquier otro producto que diera la tierra para vender.

Quienes decidieron quedarse no vieron mejor opción que sembrar hoja de coca. El cultivo, que da entre cuatro y cinco cosechas al año, les permitió a los labriegos sobrellevar sus necesidades gracias a que contaban con comprador seguro de la pasta base: las Farc. La producción de cualquier otro producto lícito resultaba casi imposible por lo deficiente de los caminos, la falta de asistencia técnica y de compradores. El arbusto terminó regándose como maleza por toda la región. Hoy, nadie sabe a ciencia cierta cuántas hectáreas hay sembradas. Según datos del Sistema de Medición de Cultivos Ilícitos (Simci) de Undoc, unas 367 hectáreas retoñan en tierras itüanguinas, pero los pobladores de la zona cocalera, que corresponde a los corregimientos El Aro y Santa Rita, aseveran que estas pasan fácilmente de las 700.Y tienden a aumentar.

Si bien esta es una de las localidades donde se implementará el plan de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, tal como quedó plasmado en el punto 4 del Acuerdo de Paz entre Gobierno y las Farc, lo ocurrido hace pocos meses tiene “con los pelos de punta” a los cocaleros. “Los tales ‘gaitanistas’ dicen que ellos van a comprar la pasta base que se produzca, les dicen a los cocaleros que no sustituyan. Viniendo de un armado, eso suena a amenaza. Y entonces, los pobres cocaleros están asustados, entre la espada y la pared”, relató un labriego de la zona, quien, por razones de seguridad, pidió que no se citara su nombre.

Las preocupaciones no paran ahí. Los rumores que corren montaña arriba y montaña abajo dicen que los ‘gaitanistas’ están reclutando jóvenes de la región e, incluso, están ofreciéndole dinero a los guerrilleros de las Farc para que cambien de bando. “Eso es lo que se comenta por todo parte, que están pagando un millón 200 mil pesos al que trabaje con ellos. Preocupante sí es, sobre todo porque no queremos volver a vivir otra vez esa violencia, esos desplazamientos que nos tocaron”, añadió el campesino.

¿Reactivar el campo?

Es difícil medir la magnitud que tuvo el flagelo del desplazamiento forzado en este municipio. Basta decir que el 100% de los casos afectó las zonas rurales y que ello no solo destruyó la producción agrícola local, sino también un fuerte tejido social, que ha sido difícil de reconstruir. A eso se suma que la presencia de cultivos ilícitos en varias veredas y la sospecha de presencia de minas antipersona en buena parte del territorio, han frenado los planes de retorno de las cientos de familias campesinas que abandonaron el municipio en tiempo de guerra. Hoy, cuando soplan vientos de paz, quieren regresar con intenciones de reactivar el campo.

“En la reunión del Comité de Justicia Transicional de enero de este año se reiteró que aún no hay concepto favorable de seguridad para los retornos”, manifestaron voceros de la Asamblea Cívica La Paz es Ituanguina, movimiento cívico integrado por víctimas del conflicto de esta localidad.

Volver a poblar los campos sería, sin duda, un gran incentivo para la reactivación de la vida campesina de un pueblo que cuenta con 2.347 kilómetros cuadrados de tierras fértiles ubicados en pisos térmicos que van desde la humedad calurosa del cañón del Río Cauca hasta el frío de los picos ubicados en pleno corazón del Nudo de Paramillo, que comienza justo en Ituango. Pero el pueblo vive hoy otras dinámicas que están transformando su territorio de forma radical. Lo que preocupa a muchos ituanguinos es que el agro no se visualiza como opción de futuro.

La más compleja de esas nuevas realidades es la ejecución del proyecto hidroeléctrico Pescadero-Ituango, el más grande de su naturaleza que se construye actualmente en el país. Tal como lo informa la Hidroeléctrica en su informe de gestión de 2016, las obras registraron para finales de ese año un avance ponderado del 65%; lo que quiere decir que la primera etapa del proyecto podrá entrar en ejecución en 2019, mientras que la segunda etapa estará lista a mitad de 2021. En 2016, el megaproyecto generó 10.307 empleos directos de los cuales, un 26% fueron para habitantes de los municipios del área de influencia, en su mayoría de Ituango.

“Por eso es que la gente, principalmente los jóvenes, ya no quieren trabajar la tierra. Prefieren irse a ganar 800 o 900 mil pesos en la hidroeléctrica que arriesgarse a sembrar papa o café”, respondió una integrante de la Asamblea Cívica cuando se le preguntó por las dificultades que atraviesa hoy el campo de este municipio del lejano norte antioqueño. No es la única crítica que se le hace al megaproyecto.

El Movimiento Ríos Vivos, que agrupa comunidades campesinas de Ituango, Briceño, Toledo y San Andrés de Cuerquia, entre otros, ha manifestado públicamente que por cuenta de las obras de Hidroituango, cientos de tradicionales barequeros que derivaban su sustento de la cuenca del Río Cauca hoy no tienen dónde trabajar y, lo más preocupante, no tiene cómo vivir, pues la actividad de arrancarle pepitas de oro al afluente con batea en mano es más que una forma de rebusque: para ellos es una forma de vida ancestral que la represa se tragará para siempre. Señalan, además, que el megaproyecto está generando un éxodo forzado en zonas rurales de Ituango. Frente a esta situación, la empresa dueña del proyecto reportó en su informe de gestión que las indemnizaciones concertadas, a diciembre de 2016, beneficiaron a 1.403 mineros, 13 compradores de oro y 84 arrieros; 10 volqueteros, 20 paleros y 11 lancheros.

Pero la represa no es la única realidad que transformará el futuro de la vocación agrícola de Ituango. En presentación pública realizada en septiembre de 2016, la Asamblea Cívica Ituanguina, así como diversas organizaciones campesinas locales, alertaron sobre los apetitos voraces de multinacionales mineras sobre la desconocida e inexplotada riqueza mineral que subyace en esas imponentes montañas.

Con documentos en mano, voceros de los movimientos ciudadanos expresaron ante el asombro de los presentes que la Secretaría de Minas de Antioquia había adjudicado, a julio de 2016, por lo menos siete títulos mineros, que comprendían unas 7.481 hectáreas; y unas 28 solicitudes, que abarcaban no menos de 66.297 hectáreas, están en lista de espera para ser aprobadas. Entre las beneficiadas con las adjudicaciones se encontraban las empresas Anglogold Ashanti, Minerales Córdoba, Cerro Matoso S.A y Coninsa Ramon H. S.A.

“Si le entregan esto a la minería sí sería muy grave. Es que este pueblo no es minero. Este pueblo es cafetero”, interpelaba José Natalio a sus amigos de mesa mientras terminaban una ronda más de aguardientes y cervezas. Caía la tarde en la vereda Buenavista y una espesa niebla dejó a oscuras el lugar. El fresco de la tarde le ha dado paso un intenso frío que cala en los huesos y hace más urgente la ingesta de aguardiente.

La minería se ha convertido en tema recurrente de conversación y más si es con tragos de por medio. Aquella tarde de un sábado cualquiera de abril no fue la excepción. Como tampoco lo fueron las reacciones que despierta entre los contertulios: “es que, cómo le parece que usted vuelva a su finca –preguntaba Jean Piedrahita-, se endeude con el banco para conseguir semillas, sembrar, producir y que luego el gobierno te diga: ‘no, es que esa tierra está concesionada para minería’. Así va ser muy verraco reactivar otra vez este pueblo. Porque eso sí, para los campesinos no hay ayudas, pero las multinacionales, ¡todo en bandeja de plata!”.

Desde el corazón de la ZVNT

Mientras funcionó la zona veredal (dejaron de hacerlo el pasado 15 de agosto) una cantidad considerable de ropa mojada se podía ver colgada de los alambres de púas de la cerca. Se veía de todo: ropa interior de mujer y de hombre; sudaderas, pantalonetas, camisas, camisetas; botas para el pantano y tenis para el deporte. La cerca se encontraba a varios kilómetros después del centro poblado, a la margen derecha de la angosta carretera. Con ella se encerraba un pequeño lote de topografía quebradiza ubicado a orillas de un riachuelo donde se apreciaban decenas de cambuches hechos en madera y forrados con plásticos negros y verdes, distribuidos a lo largo y a lo ancho.

Allí convivieron, cocinaron y durmieron poco más de 200 guerrilleros de las Farc, quienes aguardaron que los contratistas del Estado terminaran las adecuaciones de los campamentos temporales de la Zona Veredal Transitoria ‘Camarada Román Ruiz’. La cerca contaba con un portillo que sirve de puerta de acceso, por la que ningún civil podía pasar. Desde el extremo contrario, en una típica casa campesina ubicada sobre un montículo a la orilla izquierda de la carretera, Agustín Rivera, jefe del campamento; y su camarada, Elmer Arrieta, eran los encargados de supervisar que lo pactado en los protocolos se cumpliera por parte de la guerrilla como de la Fuerza Pública.

Desde que inició la concentración de los insurgentes, dicha casa se convirtió en centro de contantes reuniones: allí llegaban diariamente los integrantes del Mecanismo de Monitoreo y Verificación (MM&V) de Naciones Unidas, funcionarios de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, los policías integrantes de la Unidad para la Edificación de la Paz (Unipep); estudiantes universitarios, delegados de organizaciones no gubernamentales y periodistas, entre otros.

A diferencia de las demás zonas veredales en Antioquia, la de Santa Lucía, en Ituango, se encuentra ubicada en un centro poblado en el que hoy conviven 96 familias, algo así como 360 habitantes. Muchos de ellos llegaron entre 2005 y 2008 desplazados de otras veredas del municipio donde la confrontación entre las Farc y el Ejército se libraba sin tregua ni cuartel.

Los verdaderos oriundos de Santa Lucía son más bien pocos. Octavio*, miembro de la junta de acción comunal es uno de ellos. Al igual que sus vecinos y paisanos, no le quedó más remedio que abandonar su terruño el día que llegaron los paramilitares a quemar todas las viviendas de la vereda. Sucedió un 30 de noviembre de 2000. “Nos acusaron a todos de ser guerrilleros, y que si no nos íbamos, nos mataban a todos. Y les prendieron fuego a todos los ranchos. Nos tocó irnos para el pueblo (casco urbano)”. En Ituango soportó poco más de cinco meses. “Me regresé. Esto por acá estaba solo. Espantaban. Como a los dos años comenzó a llegar gentecita. Pero no los que vivían por acá, otra gente. Y así hasta que se fue llenando otra vez la vereda”.

La cercanía entre los campesinos y los subversivos hizo que las relaciones entre unos y otros sean cotidianas, constantes. A Elmer, por ejemplo, todos en la vereda lo conocen como ‘El Flaco’. Su acento costeño y su tez morena contrastan con el seísmo, la cadencia y la piel trigueña característica de los paisas de montaña. Es uno de los 60 delegados de las Farc que cuentan con autorización del Gobierno para que realizara pedagogía en todas las zonas veredales. Su diálogo con Octavio era permanente, entre otras, porque el labriego era uno de los pobladores de la zona contratados para culminar las obras de adecuación del campamento.

Para Elmer, la consolidación de la paz que hoy experimenta este rincón de Ituango depende, en buena medida, de que ambas partes cumplan. “Por ahora, las Farc estamos cumpliendo. Cuando la sociedad pensó que no nos íbamos a concentrar, llegamos. Los cronogramas de entrega de armas se cumplieron. Seguimos comprometidos con la paz del país”, aseguró el vocero de las Farc, quien prefirió ser cauto a la hora de hablar del Gobierno “Ojalá el Estado, ahora sí, haga presencia en estos territorios, con buenos proyectos que beneficien a los campesinos”.

Es lo que pide Octavio, quien solo ha conocido del estado colombiano la bota militar. Hoy, los pobladores de la vereda viven del pancoger, “porque prácticamente no hay más. ¿Sembrar? Con estos caminos tan malos, ¡para venderle a quién por Dios! Ojalá que ahora sí llegue desarrollo para el campo”, relataba el líder campesino, quien aseveraba que las necesidades de la comunidad son incontables. En Santa Lucía, por ejemplo, está prohibido enfermarse de gravedad. “Cómo aquí no hay señal de celular, porque no hay antena, entonces, toca salir con el enfermo por la carretera y usted ya vio la trocha tan mala que tenemos. Si hay carro para llevar el enfermo hasta Ituango, pues son mínimo tres horas, si no, toca en mula o yegua  y eso pueden ser fácilmente unas seis horas”, describía Octavio, enfatizando en cada una de los pasos a seguir, como para que no quedara dudas de que allí, el Estado colombiano es una ilusión.

Aunque hoy mantiene confianza absoluta en el proceso de paz, las noticias que llegan desde el otro extremo del municipio le despiertan temores y viejos recuerdos que no quisiera volver a vivir. “Pues por allá en Santa Rita hablan de que están los ‘paras’, de que tiraron panfletos, de que hablaron con la gente. Ojalá que eso no vuelva a pasar. Y como siempre atacan a los líderes, a uno siempre le da desconfianza”; aunque, a decir verdad, le genera más desconfianza las promesas del Estado: “La gente cree que el Gobierno no va cumplir. No les están cumpliendo a los señores de la guerrilla que negociaron con ellos, ahora a nosotros unos simples campesinos que nos va cumplir. Esperemos a ver qué pasa. Que por lo menos la tranquilidad siga porque eso sí está muy bueno”.

 

 

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